30.12.05

Pecado capital

La observo desde la cocina, tumbada en el sofá, mientras el ruido del ventilador del microondas me abstrae de la realidad. Hace un lustro ya que entró en mi vida, y lo hizo para instalarse.

Sigo sin estar enamorado de ella, simplemente me he acostumbrado a su presencia, no me resulta incómoda y eso se ha convertido en suficiente. Estuve enamorado en una ocasión, fue antes de conocerla. Su nombre era Aurora y su sonrisa todavía hoy la recuerdo como una erupción de felicidad. Por desgracia pocas veces me sorprendo viajando al pasado y si lo hago es sólo para maldecir. Aurora daba sentido a mi vida. Cada día junto a ella era una aventura, sabíamos donde comenzaba, y eso era todo. Y no nos importaba, el resto era pura y simplemente improvisación. Nuestra relación llegó al mar y pereció de muerte natural. Nuestros contactos a partir de entonces fueron cada vez menos frecuentes, hasta ser inexistentes. Hoy, cada día es un clon del anterior. Junto a ella no hay margen para la improvisación.

Después de poner punto y final a una relación que creía para toda la vida, y con un cuarto de siglo a mis espaldas, frecuenté los carazones de alguna gente antes de encontrarla a ella. Quizás debería decir antes de que ella me encontrara a mí. Cuando la conocí compartía mis días con alguien a quien recuerdo con cariño. Un buen día, sin hacer ruido, se introdujo en mi cama y, poco a poco, sin darme yo cuenta, me absorbió. No hubo ninguna después de entonces, ninguna que no fuera ella.

Hace tiempo que no le cuento estas cosas a nadie. Mis amigos, los que un día lo fueron, se desvanecieron poco a poco. Comprendieron que dejara de compartir con ellos la jornada futbolística los domingos por la tarde, al fin y al cabo, ella debía sentirse reina por un día. Poco después dejé de salir los sábados por la noche. Ella prefería quedarse en casa, a salvo del ajetreo nocturno, y yo tendí a acompañarla. Sin darme yo cuenta se hizo dueña también de los viernes por la noche, cita sagrada y por excelencia para muchos de mis amigos. No tardaron en dejar de llamarme, conocedores ellos de que sería siempre yo el que cedería.

Cuando la conocí estaba acabando un doctorado en ciencias ambientales. Nunca llegué a hacerlo. Recuerdo que además había comenzado a estudiar dirección y administración de empresas. Supongo que se agotó mi inercia. Intenté encontrar un trabajo acorde con mi currículum pero al final ella me convenció de que lo importante era encontrar algo que nos permitiera sobrevivir independientemente de mi realización personal. Hoy trabajo de vigilante en un centro comercial por las noches, lo que se traduce en descansar en un cómodo sofá durante ocho horas cinco noches a la semana. El sueldo es bueno y me permite vivir sin lujos.

En cinco años he engordado veinte quilos, lo que me sugiere que no se enamoró de mi aspecto físico. Fuera de la oficina, era incapaz de estar sentado sin hacer nada. Me gustaban la escalada y la natación y además intentaba experimentar siempre con nuevos deportes que se tropezaban conmigo, o yo con ellos. Un buen día decides no ir a nadar porque te encuentras cansado y ella te sugiere que después lo estarás más. Al día siguiente te convence para que no vayas a escalar y para ver una película que nunca hubieras visto. Y así hasta hoy. No recuerdo la última vez que hice ejercicio. Vivo en un bajo con ascensor, ascensor que me comunica con el mundo exterior a través del aparcamiento del sótano. Ahora tengo cuatro ruedas, no dejan de ser una chatarra, pero nos llevan a los sitios. Yo siempre había ido a los sitios sobre las dos ruedas de mi flamante bicicleta, había llegado a pensar incluso que nunca tendría cuatro en propiedad.

He viajado alrededor del mundo. Siempre había algún amigo a quien visitar. No recuerdo la última vez que salí de la ciudad. Quizás fue hace un par de años. Recuerdo que fuimos a uno de esos sitios en los que te hacen de todo y te dejan como nuevo.

Tengo las estanterías llenas de libros. Hoy son un elemento decorativo más, ella no lee y yo ya tampoco, si lo intento siempre encuentra la manera de hacerme sentir culpable por no sentarme a su lado a ver su programa favorito o una película cualquiera, o incluso a dedicarnos juntos a la vida contemplativa.

El timbre del microondas. Dejo de jugar con las tapas de los fogones de una cocina que hace mucho tiempo que nadie utiliza y saco del microondas una bolsa de palomitas, y también una lata de cerveza del frigorífico. Me dirijo al sofá donde me acomodo junto a ella y asesino una vez más mis recuerdos. American Pie 2 en mi Play Station 2. En el sofá, yo y mi pereza.

14.12.05

La carta

A todos los que son, que no son todos los que están

Frente a mí la pantalla de mi ordenador. Un fondo de pantalla compuesto por un número indeterminado de fotos de gente guapa. Un desconocido me preguntó en una ocasión en qué serie de televisión aparecían. "En ninguna, esa gente son mis amigos...", o al revés. Dos ventanas. Navegador más editor de texto. En el navegador mi página web, tal y como el mundo la ve. En el editor de texto mi página web, tal y como yo la veo. Como si al mundo le importara lo más mínimo lo que yo tenga que decir al respecto. ¿Al respecto de qué? Escribo lo que me parece y lo publico pero me importa bien poco lo que la gente piense de ello, eso sí, recibo con una sonrisa todos y cada uno de los comentarios que suscita. Debería pasar menos tiempo delante de la pantalla de mi ordenador. Quizás debería decir ordenadores. Tengo un portátil. Tengo un ordenador en la oficina. Tengo un ordenador en casa de mis padres. Tengo un tengo.

Un yogurt de limón junto a mi portátil. Una cuchara junto a él con todavía restos que manchan la superficie de cristal de mi escritorio. Mis gafas. Unas de ellas, tengo varias, de diferentes colores. Según como me sienta ese día uso unas u otras. ¿Nunca os habéis sentido naranja? Os lo recomiendo, es una mezcla entre sentirse rojo y amarillo, lo mejor de ambos en uno sólo. Un libro de cuyo título no quiero acordarme... No quiero porque soy incapaz de ello, lo comencé hace ya algún tiempo, mucho tiempo y desde aquí soy incapaz de leer el título. Si sólo fuera uno... Un bolígrafo y unos cuatos folios llenos de fórmulas matemáticas. No me voy a entretener en esto. Un flexo. Dos fluorescentes. Uno de ellos fundido des del primer día. Mañana lo cambio. En mi mano derecha, una navaja suiza que me regaló el señor Arntonio. Nadie me había regalado una navaja suiza nunca antes. Me hizo mucha ilusión recibirla, aunque si soy sincero, nunca la he utilizado. ¿Nunca? Nunca hasta hoy. Si sólo fuera la navaja. Mi armario está lleno de cosas que no han sido estrenadas. Mi armario, mis cajones, mis estanterías... He viajado alrededor del mundo con esa navaja y por algún motivo, en los aeropuertos, siempre ha pasado desapercibida. Ni siquiera el hombre del guante de látex fue capaz de encontrarla. Veo mi ojo derecho reflejado en su hoja. Marrón.

A través de la ventana veo como el cartero deja algo en el buzón. Hoy he revisado mi correo electrónico treinta y siete veces. Son las doce y cuarenta y ocho y llevo aquí sentado desde las nueve en punto de esta fría mañana de diciembre. Esto es, muy aproximadamente, una vez cada seis minutos y diez segundos. Lo reviso una vez más. Nada. En toda la mañana, dos forwards de dos personas que dicen ser mis amigos y de los que no sé nada desde hace algún tiempo, mucho tiempo. Me repito, lo sé. Yo tampoco les escribo, pero por lo menos no les mando forwards diciéndoles cuánto les quiero y que me gustaría que yo fuera una de las doscientas diciséis personas a las que ellos deben reenviar el susodicho para que no se rompa la cadena y todos seamos felices y comamos perdices. Además, soy vegetariano. Espero un correo electrónico que ha de cambiar mi día, mi mes, mi año... Un correo electrónico que ha de cambiar mi vida. Hace tiempo que no recibo una carta. Miento, recibo un montón. Todas las compañías de seguros del pais me han escrito una. Todos los bancos. Incluso Victoria's Secret me escribe regularmente. ¿Me daría tiempo a ir treinta y siete veces al buzón y volver, en tres horas y cuarenta y ocho minutos?

Visto unos pantalónes de pijama azul celeste y una camiseta de tirantes negra. Me calzo mis zapatillas deportivas sin calcetines y me abrigo con una chaqueta de chándal roja y blanca. Abro la puerta de mi habitación y salgo corriendo hacia el buzón. Alcanzo el buzón y lo abro y me dispongo a dar media vuelta pero entre el montón de dinero desperdiciado en forma de papel, un sobre llama mi atención. Mi nombre manuscrito en él. Mi reto personal, al limbo. Todo se detiene a mi alrededor. No hay nadie en la calle, por lo que resulta sencillo imaginarse que el tiempo se ha detenido en ese preciso instante. Además, pese al frío, el cielo está despejado y no hay señales del fuerte viento que no dejó de llamar a mi puerta durante toda la noche. Nada. Sólo yo y el sobre cerrado color sepia y mi nombre manuscrito con una caligrafía excelente. Las letras son de color rojo y no tiene faltas de ortografía, lo que hubiera destrozado la magia del momento.

De repente todo cambia. Un perro comienza a ladrar. Dos gatos cruzan la calle. Varios niños se bajan de un autobús que acaba de detenerse. Sus risas inundan el vecindario. Dos mujeres salen de una vivienda hablando de los regalos que pretenden hacerle a sus maridos esta Navidad. Mujer A: una máscara de Darth Vader. Mujer B: los diez últimos números especiales de bañadores de la revista Sports Illustrated. Un coche dobla la esquina a gran velocidad. A gran velocidad siempre y cuando uno la compare con el libro de seguridad vial que descansa en el segundo cajón de la derecha de mi escritorio. En ese momento un balón de fútbol cruza la calle sin mirar. Todo el mundo sabe que un balón de fútbol nunca emprende un viaje solo. El coche no va a tener tiempo de frenar. El niño no va a tener tiempo de frenar. Pienso, luego existo, y luego corro como nunca antes a su encuentro, y lo cojo por la cintura, y el conductor del mustang rojo de vete a saber cuando porque sacan uno cada año gira bruscamente el volante de su vehículo, y yo salto en dirección contraria, y el coche es propulsado hacia arriba tras impactar las ruedas delanteras con el bordillo y reventarse, y el niño, la carta y yo caemos en el jardín de mi vecino, y el coche se incrusta en mi casa, y el coche explota, y mi casa explota, y un trozo de mi tejado cae justo a nuestro lado.

"Gracias", balbucea el joven. "¡Qué te jodan!", digo yo. Podría haber sido más agradable, pero no me ha apetecido. Al fin y al cabo, acabo de salvarle la vida y eso me permite decirle lo que me de la real gana. Mi casa, destrozada. Mi coche, un dólar más caro que el de mi vecino A, que a su vez era un dolar más caro que el de su vecino B y así sucesivamente hasta el enésimo abecedario donde n tiende a infinito, pues ese coche, destrozado también. Desde aquí puedo ver mi barbacoa y está intacta. Seguiré siendo la envidia de mi vecindario. No tengo ganas de lidiar con la policía así que me meto la carta en el bolsillo de mi chaqueta y comienzo a correr. Hacía tiempo que no corría. Me siento bien. No sabía que pudiera correr tan rápido. Debe ser la marca de mis zapatillas. Ya sabía yo que pagar cinco veces su precio tendría su recompensa y no, no podía ser simplemente la cara de perros rabiosos de mis amigos.

Sigo corriendo. A mi izquierda y arriba veo con asombro una barra de color azul que se mueve a la misma velocidad que yo. A mi derecha y arriba veo mi cara, mi cara y mi cara, o sea, tres caras, por si acaso alguien no sabe sumar. A mi derecha y abajo veo un ciento diecisiete, ciento dieciséis, ciento quince, ciento catorce, ciento trece... A mi izquierda y abajo veo un revólver... El mismo revólver que luzco en mi mano derecha. Sigo corriendo. Algo me pellizca el culo y la barra de color azul pasa a ser media barra de color azul. Otro pellizco. Oscuridad. Me levanto, nada ha cambiado y sigo corriendo. La carta sigue en mi bolsillo. Un cambio, una cara menos, ahora son dos. Comienzo a disparar a todo lo que se mueve frente a mí. Nunca antes había sostenido un arma. No lo hago mal. Me agacho, espero a que mi enemigo descargue su arma, me levanto y acabo con él. Salto sobre un coche y desde allí fusilo a su conductor. Por alguna extraña razón llego a la conclusión de que yo soy el bueno y de que todo los demás son los malos. Sigo corriendo. Lo único que me importa es llegar a un sitio tranquilo donde poder abrir la carta.

Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica!". Sigo corriendo.

Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica!". Sigo corriendo.

Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica, confía un poco más en mí... en ti!". Sigo corriendo.

Estoy lleno de sangre, mía y extraña. De vez en cuando me hieren, pero nunca de gravedad. Además, hace un rato encontré una frasco opaco y lo he abierto encontrando en su interior diez pastillas. Cada vez que ingiero una, la dichosa barra azul aumenta y eso creo que es bueno. Me atropella un autobús...

He llegado al centro y sigo corriendo. Ni rastro ni de la barra, ni de las caras, ni de la pistola, ni de los números. La puerta de una tienda de comestibles se abre a mi paso y de ella sale un tipo con tanta prisa como yo. Espero, por lo menos, que él sepa a donde va, porque yo sigo sin tener ni idea. ¿Lo sabes tú? Botas negras con punta de hierro, pantalón negro de cuero, cinturón marrón de piel agrietado, camiseta negra rota con un garabato ininteligible en el pecho, melena rubia al viento, barba de una semana. Antes de ver como introduce un fajo de billetes en uno de los bolsillos de su pantalón y el arma que asoma por el otro bolsillo ya sabía que acababa de robar la tienda de comestibles. Sirenas de policía. De repente "¡Deténgase!". Yo me lanzo al suelo y él, pues no, él se queda de pie, quieto, de cara a los tres revólveres de tres policías que han aparcado sus coches, dos, encima de la acera, arrollando el puesto de flores de unos pobres inmigrantes rumanos el uno y destrozando tres bicicletas el otro. "¡Identifíquese!", grita uno de los agentes. El sospechoso se lleva una mano al bolsillo trasero de su pantalón y entonces, un disparo. Otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro... Así hasta más o menos veintisiete. No soy un experto contando disparos, además, algunos de ellos han podido ser simultáneos pero me gusta el veintisiete y tenía ganas de utilizarlo, así que veintisiete. Levanto la vista, pues de mirar no tenía muchas ganas y me había cubierto el rostro con mis brazos, y lo veo allí, tirado a tres metros de donde yo me encuentro, envuelto en un charco de sangre. Suficientemente cerca como para percatarme de que a medio metro de su mano derecha, en el suelo, está la que yo definiría como la cartera del sospechoso con la que pretendía identificarse. Suficientemente cerca como para percatarme de que el arma que había visto en su bolsillo es de color amarillo, rojo y azul, y probablemente dispare agua. Me toman declaración, "En cuanto les oí me tiré al suelo y no vi nada.", y me voy.

Entro en un bar oscuro. Hay bares oscuros y claros también. Éste es oscuro. ¨¡Tres rones y una Coca-Cola!", mientras chasqueo los dedos, establezco contacto visual con un tipo calvo y con bigote que a juzgar por su aspecto es el dueño del local y señalo una mesa junto a la máquina de tabaco. Compro tabaco. No fumo, pero me gusta comprar tabaco. Además, esto es un cuento y los cigarros que me fume en el cuento ni matan (¿y si te ato de pies y manos y te introduzco cincuenta cigarros en la boca?), ni son adictivos (en la puerta de un colegio), ni causan enfermedades cardíacas (nunca he estado enamorado), ni son la causa del ochenta y cinco por ciento de las muertes por cáncer de pulmón (murió atropellado por un camión cuando iba camino del neumólogo), ni son nocivos para mi bebé (¿mi? ¿bebé?), ni perjudican a las personas que me rodean (hace dos meses que no me lavo). Los rones no me duran ni diez minutos. Me saco el sobre del bolsillo y lo pongo sobre la mesa.

¿Quieren que les diga algo gracioso? "¡Está vacío!", a lo que el calvo y con bigote reacciona sirviéndome otro ron. El sobre esta vacío. Lo volteo esperando descubrir algo pero de su interior no cae nada. O sea, toda la vida esperando una señal y ahora que por fin parecía haberla encontrado, nada. Me bebo el cuarto ron a palo seco. Sonrío resignado.

No hay nada, así que mejor dejas de leer este sinsentido y vuelves a tus quehaceres que seguro que son muchos y muy variados. Vaya manera de perder el tiempo, tanto el tuyo como el mío. ¿Qué esperabas? ¿Un final feliz? ¿Un giro argumental? O mejor, que todo hubiera sido una alucinación y que junto al libro, sobre mi escritorio, hubiera habido un cenicero con un todavía humeante elefante de color rosa. Bueno, quizás lo había y se me olvidó decirlo pero, ¿a quién le importa ya? Me paso la vida esperando algo que nunca va a pasar y mientras tanto lo que pasa es la vida a mi alrededor. ¿Todavía sigues ahí? Aquí está ya todo el pescado vendido. ¡Apaga este trasto! ¡Desconéctate! ¡Vete al campo! ¿Qué se yo? Llama a un amigo... si todavía tienes alguno. Yo no estoy seguro de tenerlos. Recuerdo que los tuve, pero eso fue hace mucho tiempo... quizás no tanto. Ya estoy contándote mi vida... Pues eso, lo que te estaba diciendo...

¡Aaaaa... diós!

12.12.05

Fabiola

A una abeja

De pequeña Fabiola siempre se había preguntado qué llevaba a las personas a matarse las unas a los otras. Fabiola nunca entendería las guerras, los atentados, los asesinatos. Fabiola nunca entendería qué llevaba a sus compañeros de la escuela a torturar animales callejeros hasta la muerte. Fabiola nunca entendería la violencia gratuita. Fabiola dejó de hacerse preguntas porque su ansia por encontrar respuestas la llevó a olvidarse de las primeras.

Fabiola se enamoró un día lluvioso de abril. Se enamoró mientras leía un libro sobre antropología en una cafetería, de un joven de rostro peculiar que disfrutaba de una agradable conversación con un amigo. Miguel Bosé, desde el hilo musical de la cafetería, fue testigo de su primer encuentro, primero de muchos.

Fabiola se casó con un policía, el hombre más encantador de cuantos había conocido nunca, hasta que dejó de serlo. Fabiola se casó con el que sería padre de su hijo, el hombre más adorable de cuantos había conocido nunca, hasta que dejó de serlo. Fabiola se casó con quien un día la haría despertar.

Todo sucedió un viernes.

Sonó el timbre. El hombre de la casa no hacía mucho que había regresado de la comisaría. Los viernes siempre llegaba más tarde de lo normal, gustaba de despedir la semana laboral alrededor de unas cervezas con sus compañeros, en el bar de un primo de su padre. Se levantó del sofá, donde aguardaba a que Fabiola acostara al pequeño, y fue a abrir la puerta.

- ¡Qué pasa camarada!

- Pensé que ya no venías. Fabiola está acostando al niño, ahora mismo íbamos a cenar algo, supongo que nos acompañarás.

- ¡Y tanto! Por cierto, traigo conmigo un directo de Bob Marley en Rotterdam. Ayer me lo bajé de Internet...

- ¿Traes algo más?

- Sí, hombre, sí, tranquilo. También traigo lo que pude encontrar entre lo encautado esta semana. María mejicana y, sin que sirva de precedente, un poco de coca colombiana que le requisamos a un camello de mala muerte del barrio de la siderúrgica.

Para cuando terminó su discurso ambos estaban ya acomodados en el sofá. Fabiola apareció por el pasillo, saludó a su invitado dándole dos besos y se dirigió a la cocina en busca de unas pizzas que ya llevaban un rato en el horno.

Bebieron cerveza y comenzaron a fumar porros de marihuana y cocaína, por igual. Buena música. Fabiola, conocedora de lo que allí sucedería, cenó un poco, se lió un porro para ella y se retiró a leer a su habitación. Poco después un hambre atroz se apoderó de ellos y una vez deborada la pizza fría que hasta entonces había compartido la mesa del salón con hierba, polvo blanco, un fajo de billetes de veinte euros, papel de fumar, tres paquetes de tabaco y un par de revistas...

"Ahora comenzaría a gritar mi nombre y me pediría que le preparara algo de comer. Yo accedería y mientras tanto, él y su amigo hablarían de a cuantas mujeres habían satisfecho en el pasado y a cuantas les gustaría satisfacer en el futuro. Su amigo se iría y después él me diría que limpiara todo antes de irme a dormir. Mañana vendrían sus padres y todo debería estar impecable. Me pediría también que le hiciera una felación, tras la cuál, me susurraría cuánto me quería. Me daría un beso de buenas noches y me regalaría su espalda. Y lo peor de todo es que yo, en la silenciosa penumbra de nuestra habitación, le creería y le volvería a perdonar.

Me duele la espalda. Me duele el cuello. Me duele el ojo derecho. Me duele la muñeca izquierda. Me duele la rodilla derecha.

Me duelen y no tengo heridas. Ya no...

Me gusta la marihuana. Me hace sentir bien. Aunque efímera, estoy enamorada de esta sensación de libertad. ¿Quieres casarte conmigo?"

Fabiola se levantó y se dirigió al armario ropero. Allí, junto a unas cajas de zapatos encontró uno de los revólveres de su marido, uno que no estaba registrado a nombre de nadie. Nunca antes había usado uno. El eco de su nombre retumbaba en toda la casa. En el salón la voz de Bob Marley se mezclaba con los gritos de su marido que por aquel entonces estaba solo y colocado, su amigo, cansado de esperar por una comida que nunca llegaba, se había ido. Cuando hubo alcanzado el salón no dijo nada... Descargó su arma sobre el diablo.

Así de simple.

Lloró.

A la mañana siguiente, cuando su hijo se despertó, lo llevó al colegio como todos los días.

Cuando lo recogiera al mediodía sería para más nunca regresar...

6.12.05

Albatros

A mi amiga azul

Me sumergí una vez más en la profundidad de su mirada antes de abrazarla de nuevo y sentir su calor. La besé dulcemente en la mejilla y sentí el latir de su corazón durante un delicioso instante. Nos separamos lentamente y la volví a besar antes de que el brillo de mis ojos delatara mi marcha.

"Nos volveremos a ver"

"Hasta que nos volvamos a necesitar"

A veces me dedico a contemplar la realidad que me rodea. Parece sencillo. No mucha gente lo hace. Me gustan los aeropuertos.

A mi izquierda una pareja de jóvenes desayunaba en silencio. No me habían regalado todavía la posibilidad de disfrutar del timbre de sus voces. Él engullía un bocadillo caliente mientras ella, con mucha menos energía, degustaba un tentempié frío. Dos enormes cafés coronaban la escena. Él miraba hacia el centro de la mesa mientras ella andaba perdida en el infinito hasta que una madre con tres hijos, uno en su regazo, pasó a su lado.

Un niño y una niña revoloteaban alrededor de su madre. La mujer a duras penas podía controlarlos a la vez que ponía la mayor parte de su atención en la preciosa criatura que sostenía entre sus brazos. Por un momento las carcajadas de los dos jovenzuelos inundaron de alegría el lugar sirviendo de perfecto complemento a los villancicos que por megafonía sonaban. La niña golpeó sin querer la mesa de mi derecha mientras el hombre impecablemente vestido que en ella estaba sentado se disponía a beber de su enorme vaso de café. El resultado fué una incómoda mancha en una hasta entonces inmaculada camisa azul celeste.

Un hombre a mi derecha se alzó y recriminó de mala manera la actuación de una de las criaturas más risueñas del local a su sufrida madre. Ésta cogió de la mano a la traviesa y le reprimió de forma ejemplar sin alzar la voz. La niña, acto seguido, se disculpó sinceramente para alejarse después junto a sus hermanos, su madre y su alegría. Mientras se perdían entre la multitud el caballero murmuraba algo que no me esforcé en descifrar. De repente le cambió el semblante y la mancha dejó de importarle. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro, algo que muy probablemente tenía que ver con la aparición de una preciosa joven rubia que se había sentado a beber un zumo de frutas en una mesa cercana.

Una joven, de belleza sencilla y singular, se quitó su chaqueta lentamente. De su bolso sacó un libro, una libreta, un bolígrafo y unas gafas y se puso a leer haciendo caso omiso al ajetreo que había ocasionado su allí presencia. Poco después llegó una amiga suya que a falta de una silla en la mesa que la primera había ocupado, se hizo con una en una mesa vecina en la que una pareja de ancianos conversaba vivamente.

Una pareja de edad avanzada no dejaba de intercambiar opiniones de vete a saber qué. Desde donde yo estaba era imposible saber que tema les mantenía inmersos en una conversación, a juzgar por el aspecto de ambos, interesante. Sus rostros delataban felicidad. Reían cómplices. Se levantaron poco después, él la ayudó a ponerse la chaqueta y se dirigieron sin dejar de mirarse a la puerta de salida cogidos de la mano. Se cruzaron con otra pareja en la entrada.

Dos jóvenes sumamente atractivos se sentaron en la mesa que los ancianos habían abandonado segundos antes. Uno era espigado y rubio mientras el otro era moreno y de constitución más fuerte. Ambos muy guapos. Se dieron un beso y mientras uno se acomodaba en una de las sillas el otro se dirigió a la barra en busca de un ansiado desayuno a juzgar por su prisa por alcanzarla. No tardó mucho en regresar junto a su pareja con una bandeja llena de repostería y dos chocolates calientes con nata, virutas de chocolate blanco y barquillos de chocolate. Antes de sentarse besó de nuevo dulcemente a su compañero, hecho que no pasó desapercibido al padre de una familia que acababa de entrar en el recinto.

Un hombre llamó la atención de dos chavales que se abrían paso entre las mesas. Le dijo algo a su mujer y se fueron por donde habían venido. Justo en la puerta un joven vestido de negro le empujó violentamente. Probablemente corría detrás de su avión.

Un joven salió volando de la cafetería. En su mano llevaba una mochila negra. Una mochila que me resultaba sumamente familiar... ¡La mía!

Me cargué mi otra mochila a la espalda y me puse mi gorra y comencé a correr tras él dejando atrás la mitad de mi desayuno. Pareció darse cuenta por lo que incrementó su ritmo. Tropecé con unos mochileros y perdí mi gorra pero seguí corriendo tras el ladrón. En aquella mochila había una foto, una foto que no me dejó pensar en que también en ella estaban mi portátil, mi cámara, mi iPod, mis gafas, ... El joven alcanzó unas escaleras mecánicas y las bajó peligrosamente y yo detrás. Antes de llegar abajo volví a caerme. Con peor suerte que antes pues en esta ocasión mi nariz comenzó a sangrar. Me levanté y seguí corriendo. La gente se apartaba y gritaba a nuestro paso. Lo vi cruzar una esquina y sin esperanza hice un último esfuerzo. Lo encontré en compañía de dos agentes de policía.

"¿Sucede algo señor?"

"¿Qué pasa Santiago? ¿No te acuerdas de mí? ¿Qué casualidad encontrarnos aquí? ¿Ibas a perder tu avión?"

Los agentes se preocuparon por mi nariz. Les aseguré que no era nada y nos dejaron allí a los dos. Santiago me devolvió la foto y con ella la mochila y todo lo que contenía. Le invité a tomar algo en la cafetería en la que nos habíamos conocido y en la que ya no quedaba ni rastro del desayuno que había dejado a medias. Antes pasé por el servicio de caballeros a lavarme la cara y cambiarme de camiseta. Se tomó una cerveza, conversamos y, poco después, se fue sintiéndose bien.

Un bebé rompió a llorar y de nuevo me percaté de la música navideña que sonaba a través de la megafonía del local.

Cogí mis cosas y salí de allí y cerré los ojos y pensé en la foto y abrí mis alas y comencé a aletear y, por fin, me alcé y comencé a hacer, de nuevo, lo que mejor sé hacer, volar.