13.8.08

cineklub

a rafael

Alguien me dijo en una ocasión que de personas había de tres tipos, los que no lo hacen nunca, los que lo hacen sólo una vez, y el resto.

"¿Qué hay de los que nunca se lo plantean?" Dije yo.

Cuando la conocí escondía su cabello, entonces pelirrojo, bajo una boina de lana morada. Vestía una camisa marrón a juego con su manera de mirarme y unos pantalones tejanos negros rotos por las rodillas. Su rostro no era para nada convencional y a pesar de no usar maquillaje resultaba maduro y elegante.

No había dos mesas iguales en el cineklub. No había tampoco dos sillas iguales. Me atrevería a decir que no había dos de lo mismo, sofás, sillones, taburetes, espejos, cuadros, esculturas, y un sinfín de cosas inútiles a la luz de una pretérita pantalla en la que proyectaban películas de Hitchcock, de Godard, de Allen, de Wenders, de Herzog, además de cortometrajes de directores de cine anónimos. Pero si en algo era diferente el cineklub era en que la mayoría de los que allí se reunían lo hacían por separado. Al cineklub la gente llegaba sola y se iba sola. Algunos huían, otros no.

De pequeño, además de aprender a querer ser mayor, descubrí el placer de dirigirme a un desconocido que no volvería a ver. Hay cosas que se aprenden de pequeño y se olvidan después. Eso nunca lo olvidé. De ahí que fuera incapaz de recordar un nombre, un rostro. Lo imprevisible de la interacción, ni el antes, ni el después, eso es.

Yo no iba al cineklub en busca de pasado, de futuro, yo iba en busca de lo efímero de una colección de ahoras. Así fue como la conocí, un año y dos meses después de haber comenzado a ir todos los jueves por la noche. Un año y dos meses después de haberme mudado a un dúplex en Sol.

"Te gusta Frank Capra?" Me preguntó mientras George Bailey recorría las calles de Bedford Falls.

"Me gusta Pottersville."

Era nueve años más joven que yo. Su manera de mirar, de sugerir, sus maneras todavía vírgenes. Un bálsamo. Con diecinueve años me había enamorado de una mujer de veintiocho que me abrió los ojos. Con veintiocho me enamoré de ella. Mientras caminaba solo hacia el metro la luna se escondía detrás de una solitaria nube consciente de que por primera vez el cineklub me había regalado algo más que un ahora.

Cuando llegué a casa ella estaba dormida sobre la mesa de su escritorio, rodeada de planos y maquetas como tantas otras noches. Se desperezó mientras me desnudaba. Mis ojos no mienten.

"Lo siento," dije yo.

"No lo sientas, tarde o temprano tenía que pasar," susurró ella, resignada, triste. "Al fin y al cabo, ¿qué me hace a mí diferente de las anteriores?"

Silencio.

"Es injusto para mí, pero ése eres tú. No te odio. ¿Quién sabe? Quizás esta vez sea diferente. Pero no, no lo será. Dentro de un tiempo, al igual que yo ahora, también ella tendrá que dejarte marchar. Porque bicho," acarició mis labios con los suyos. "Eres aceite."