24.2.05

17 x 2

A sus sonrisas

Subí al autobús, pagué al conductor y me dirigí a la parte trasera del vehículo. Alcancé a sujetarme antes de reanudarse la marcha. Entonces la vi. La esperanza de sus ojos perforó los míos. Sonrió tímidamente. Su rostro era precioso. Mi corazón se revolucionó. Mi estómago saltó al vacío. Quise decir algo pero fue inútil. Nunca antes había sentido algo semejante, algo tan intenso... tan efímero. En la siguiente parada se apeó. Llevaba consigo la funda de una guitarra. Estuvo inmóvil en la acera hasta que el autobús dobló la esquina. Sólo el violento latir de mi corazón quebraba el silencio que reinaba a mi alrededor, así hasta la última parada, diecisiete minutos después...

Volvería a llegar tarde al ensayo. ¿Por qué tenía que subirse gente en todas y cada una de las paradas que efectuaba el autobús? Que boba, en cuanto lo vi subirse no pude retirar mi mirada de su ser. Se percató, lo que me hizo bajar la cabeza, peor todavía. Aún así seguía viéndolo. Se movió torpemente hacia donde yo me encontraba, con cuidado, con indecisión... nunca llegó a alcanzarme. Me enamoré de su sencillez, de su ingenuidad, de su forma de mirar. Su aire descuidado me cautivó. ¡Mi parada! Bajé del autobús con su imagen grabada en mi mente. Ya no tenía prisa. Estuve allí, de pie, contemplándolo con los ojos cerrados durante diecisiete minutos...

¿Entonces?

18.2.05

El Ombligo III

A Mol y a Rob

- Un suizo, por favor, muy caliente.

El camarero vestía unos tejanos muy usados y una camiseta roja con una inscripción en inglés. Su moreno no era natural y el corte de pelo que lucía indicaba un alto grado de coquetería.

Allí estaba yo, en el mejor café-restaurante de la ciudad, sentado en un acogedor rincón mientras esperaba un reconfortante chocolate a la taza con nata. Había pocas mesas, y menos gente. En parte, quizás, por la hora; en parte, porque no todo el mundo puede permitirse el lujo de pagar un zumo de naranja al precio de un combinado con naranja. Un pasillo comunicaba la sala donde yo me encontraba con un original comedor del que hablaré más tarde si me acuerdo.

- Gracias.

Siempre me ha encantado sumergir la nata en el chocolate caliente antes de introducirla en mi boca. Afuera, unos niños jugaban en el inmenso parque que rodeaba completamente el moderno edificio de dos plantas en el que me encontraba. Ni rastro de una ciudad que parecía no existir en el oasis que me acogía. El frío era soportable gracias a un cielo completamente vacío de nubes y un sol radiante.

Por aquel entonces yo ya sabía de mi condición.

Un joven permanecía hipnotizado frente a la pantalla de su ordenador portátil a escasos metros de mí.

- ¡Hola!

- Un segundo por favor...

El joven hizo una llamada telefónica y habló durante treinta segundos y colgó su teléfono móvil y golpeó con destreza el teclado de su ordenador y anotó algo en una libreta de folios cuadriculados con un bolígrafo que seguramente le habían regalado en alguna frutería.

- Disculpe, ¿me decía?

- Discúlpeme usted a mí, simplemente pretendía entablar una conversación, no hay mucha gente por aquí...

- Sí, eso es cierto, por eso se ha convertido éste, en mi lugar de trabajo.

Vestía unos pantalones de pana marrón y una camiseta verde de manga larga. Lucía un corte de pelo que no era tal y barba de unos cuantos días.

- ¿Y eso? ¿A qué se dedica?

- Invierto en bolsa.

- ¿Trabaja usted para alguna firma importante?

- ¡No, no, no! Soy autónomo. Así no tengo que darle explicaciones a nadie.

- ¿Y con eso se basta usted? Quiero decir, conozco gente que invierte algunos ahorros en bolsa, incluso tengo amigos que realmente son aficionados a ella, pero todos ellos tienen además sus respectivos trabajos...

- Supongo que gano mucho más de lo que voy a ser capaz de gastar jamás y, por ello, no necesito buscarme otro trabajo.

El joven hizo una llamada telefónica y habló durante treinta segundos y colgó su teléfono móvil y golpeó con destreza el teclado de su ordenador y anotó algo en una libreta de folios cuadriculados con un bolígrafo que seguramente le habían regalado en alguna frutería.

- Me decía que gana mucho más de lo que necesita...

- Desde que entablé esta conversacion 300 euros.

- ¿Y es así siempre? Me parece mucho. No pensé que fuera tan fácil ganar dinero en el mercado de valores.

- Yo no he dicho que lo fuera... Lo es en mi caso.

- ¿Y qué hace con el dinero que gana?

- Muy sencillo... Lo reinvierto para ganar más.

- Me está usted diciendo que viene aquí todos los días y se dedica única y exclusivamente a ganar dinero con el fin de seguir ganándolo...

- ¿Quiere usted la respuesta larga?

- Por favor...

El joven hizo una llamada telefónica y habló durante treinta segundos y colgó su teléfono móvil y golpeó con destreza el teclado de su ordenador y anotó algo en una libreta de folios cuadriculados con un bolígrafo que seguramente le habían regalado en alguna frutería.

- ¿Qué hago con mi dinero? Bien, como ya le dije antes, reinvierto una parte y el resto... lo dono a diversas organizaciones no gubernamentales con las que tengo trato.

- ¿Se está usted quedando conmigo?

- No, en absoluto... Bien mirado, soy una especie de Robin Hood, podría decirse que robo el dinero de los ricos para dárselo a los pobres.

Una camarera enormemente atractiva se acercó a mi contertulio con una taza blanca de cerámica que posó sobre la mesa. Ojos azules, enorme sonrisa, pelo negro muy corto, figura esbelta. El joven sonrió a la vez que asía la taza y bebió con esmero.

- ¿Y no se cansa?

- No. Me divierto. Disfruto haciendo lo que hago. Además, dos veces al año viajo allá donde mi dinero viajó primero e interactúo con las gentes a las que ayudo. He estado en la India, Nepal, China, Colombia, Argentina, Somalia, Tánger, Bosnia-Herzegovina y un largo etcétera.

- No debe ser entonces tan joven como aparenta...

- Supongo que empecé con esto a una edad temprana, cuando descubrí mi secreto...

- ¿Secreto?

El joven hizo una llamada telefónica y habló durante treinta segundos y colgó su teléfono móvil y golpeó con destreza el teclado de su ordenador y anotó algo en una libreta de folios cuadriculados con un bolígrafo que seguramente le habían regalado en alguna frutería.

- Me decía algo de un secreto...

- No sé si debería decírselo. La verdad es que hace algunos años no se lo hubiera dicho, pero hoy en día he superado ya el temor a compartirlo. De todas formas, nadie me cree...

- Me tiene usted intrigado...

- Yo hago lo que hago, y me resulta tan sencillo, por una razón muy simple. Podría decirse incluso que hago trampas. En fin... Yo soy Dios...

Silencio. Se rompió un vaso en la cocina. La puerta se abrió y se volvió a cerrar. El camarero mandó hacer algo a la camarera. Una carcajada efímera.

- Mmm... Me parece que eso va a ser imposible... Porque, amigo, Dios... soy yo.

Miré a mi alrededor mientras decía esto, verificando que sólo él me había escuchado. Cuando volví a fijar la vista en el joven, éste estaba recogiendo sus bártulos y se disponía a marcharse.

- Las cinco y treinta y cinco. Mi jornada laboral ha terminado. Ha sido un placer hablar con usted. Quizás volvamos a vernos...

- ¿Me va a dejar usted así?

- Por cierto, ¿qué está haciendo usted al respecto de su condición...?

Cuando acabó la pregunta, que no esperaba respuesta, el joven ya había cruzado la puerta. Lo vi alejarse por el parque a través de las vidrieras. Dos niños corrían detras de una niña. Dos jóvenes se besaban en un banco. Dos perros peleaban por un viejo balón sin dueño.

16.2.05

La Bicicleta

Jaime tenía cinco años. Hacía dos que iba a la escuela. Todos los días, camino de ésta, pasaba por delante de un escaparate en el que reinaba una flamante bicicleta roja. Él tenía que conformarse con su vieja bicicleta de cuatro ruedas pero soñaba con poder, algún día, recorrer las calles de su barrio subido en el vehículo que tanto ansiaba. Tal era el deseo de alcanzar su sueño, que empezó a ahorrar cuanto dinero llegaba a sus manos para así poder comprarse la bicicleta. Además, todos los días, bajo la atenta mirada de su padre, intentaba aprender a deshacerse de la ayuda de las dos ruedas extras de la que ya tenía. Pronto todos sus pantalones se llenaron de remiendos mal que le pesara a su madre.

Los abuelos de Jaime vivían en el pueblo. Su abuelo, había sido ciclista, había sido compañero de Federico Martín Bahamontes, el mejor escalador español de todos los tiempos. Un buen día, Manuel, así se llamaba, encontro una vieja bicicleta oxidada entre un montón de trastos que su mujer, Antonia, guardaba en el trastero. Aquella había sido su primera bicicleta. Manuel no pudo evitar soltar una lágrima, pero tan pronto se deshizo de ella, decidió ponerse manos a la obra y restaurar aquel cacharro para convertirlo en lo que sin duda sería el mejor regalo que podía hacerle a su nieto de siete años. Al fin y al cabo, se lo debía, pues él era el responsable de la pasión del niño por tan bello deporte. La tendría acabada en verano.

Dos días antes de ir a pasar junto a los abuelos las vacaciones de verano en el pueblo, con siete años a sus espaldas, Jaime se sintió satisfecho. Se había hartado a hacer favores a todos los vecinos del barrio y así, poco a poco, había conseguido juntar lo suficiente. Le pidió a su madre que le acompañara a la tienda a comprar la bicicleta. Ésta no pudo oponerse ante la diligencia de su hijo. Para aquel entonces el joven ya era un experto ciclista, se había estado preparando duramente para el gran momento. Cuando por fin cabalgó sobre ella, se sintió la persona más feliz del mundo.

Cuando llegaron a casa de los abuelos, Jaime bajó del coche a toda prisa, montó en su bicicleta roja que viajaba en el remolque y pedaleó en busca de su ídolo. Cuando lo vio, quedó perplejo ante la imagen de su abuelo erguido junto a una reluciente bicicleta negra en cuyo cuadro se podía leer en amarillo, Jaime. Su abuelo había restaurado su vieja bicicleta para él y ahora parecía una obra de arte. Jaime, montado en la bicicleta roja que tanto esfuerzo le había costado conseguir, no esperaba aquello.

Bajó de su bicicleta roja y anduvo hacia su bicicleta negra. Cuando estuvo a mitad de camino, miró rojo y miró negro y echó a llorar de alegría...

10.2.05

Cascada

A la tejedora

Debería estar trabajando pero no lo estoy. La ropa estará seca en unos minutos. Después será momento de poner un poco de orden en mi habitación, parece una leonera. Por suerte hace tiempo que nadie la comparte conmigo. ¿Dije por suerte? Creo que ya está. Los calcetines en el cajón de los calcetines. Los calzoncillos en el cajón de los calzoncillos. Camisetas de vestir. Camisetas de deporte. Pantalones cortos de vestir. Pantalones cortos de deporte.

¿Por dónde empiezo? Un poco de música no vendría mal. Música ambiental. ¿Como narices me las voy a arreglar para tener hechas las simulaciones antes del día quince del mes que viene? ¿Qué es eso que hay en el suelo? Me gusta el tacto de la moqueta en mi piel a través de la fina tela de mi pijama. Me gusta tumbarme sobre ella...

Agua a todos lados. Un gran vacío. Caigo. Mi cuerpo, sobre la superficie, se rompe en infinitas gotas de agua. Soy agua. Mi abuela teje alegremente nuestro vínculo más allá del mero lazo familiar. Mi madre me amamanta. Mi padre otea el horizonte. Mi hermana comparte su alegría. Una hermosa flor. Mi jefe me da ánimos. Una reunión de amigos muy lejos de aquí. ¿Y si fuera ella? Una agradable casualidad. Una playa desierta. Alguien en el agua. Una puesta de sol. Un amigo de verdad. Otro amigo de verdad. Un sinfín de cosas inútiles. En quien no me quiero convertir. En lo que no me quiero convertir. El llanto de un niño. Una encrucijada. Una decisión poco meditada. Un lastre. Un consejo. ¿Te gustaría cenar conmigo? Una vuelta más. Una vuelta más. Una vuelta más. Suena el despertador, puntual, como cada madrugada, cuando todavía la luz del sol no asoma por la ventana. Una sonrisa. ¿Qué será de él? Lluvia. Nieve. Viento. Jinetes en la tormenta. Rojo. Azul. Las profundidades del océano. Una lagartija se pasea sobre el último libro que me regalaron. Un miedo que desaparece. Una batalla ganada. ¿De verdad eso es útil? Una fiesta. Un funeral sin lágrimas. Dos amigos que ya no están. Un futuro incierto. ¿Hasta qué punto hay que luchar por lo que uno desea en detrimento de lo que uno también desea? Amarillo. El rocío. El Polo Norte. Un oso polar me abriga, me da cobijo. Un volcán en erupción tiñe de sangre las laderas de la montaña. Verde. El prado en el que jugaba de pequeño. Ella otra vez, a solas. ¿Quién es ella? Me gusta mi trabajo. Una brisa tropical. Cruz de espadas por un despropósito. ¿Tiene sentido mi vida? Quizas no... de momento.

Como alfileres, todos ellos, atravesándome al unísono. Finalmente consciente de todos y cada uno de mis pensamientos a la vez.

¿Cuánto rato llevo aquí tumbado? Juraría que cinco segundos ¿Qué ha pasado? Me siento lleno de energía pero sin la necesidad inmediata de hacer nada. Me siento pleno. ¿Qué narices me ha pasado? Me siento bien. Una gran sonrisa se dibuja en mi rostro. Debo contarle esto a alguien...

6.2.05

El Ombligo II

- Venga, chaval, no tenemos todo el día, quítate la camiseta y salta a la piscina.

Seguía sin decidirme a hacerlo. De alguna manera sabía lo que aquello supondría. Todos mis compañeros de quinto grado me miraban incisivamente, mi nerviosismo no era indiferente a sus curiosos ojos, esperaban que sucediera algo... y sucedió.

Hay ombligos hacia adentro y ombligos hacia afuera. Ombligos que se esconden y ombligos que se anuncian. Hay ombligos en los que uno pasaría la noche. Ombligos que coronan una eminente felicidad y ombligos ocultos bajo una felicidad excesiva. Ombligos que huyen hacia abajo y ombligos que huyen hacia arriba. Blancos, negros, rojos, amarillos, de todos los colores. Hay también ombligos que gustan de vestir sus mejores galas. Ombligos que forman parte de obras de arte. Los hay descuidados. Ombligos que enamoran, ombligos que apasionan. Hay ombligos que no gusta mirar, molestos. Algunos fueron testigos de un milagro, otros lo serán. Hay ombligos que hipnotizan. Los hay tímidos, que se ruborizan. Alegres, tristes. Los hay que ansías ver. Hay ombligos que nunca viste... y nunca verás.

Mis compañeros, tras unos segundos de perplejidad, comenzaron a reírse de mí con maldad. Me señalaban con el dedo a la vez que no dejaban de soltar conjuros hirientes hacia mi persona. Yo no pude evitarlo y rompí a llorar a la vez que arranqué a correr hacia el vestuario haciendo caso omiso de los gritos de mi profesor.

Aquel incidente marcó la infancia de un niño de diez años, marcó mi infancia y mi posterior adolescencia. Aquello me hizo fuerte de algún modo, creó una barrera con el mundo que me observa, con el mundo que yo observo. Hoy todo tiene sentido, hoy soy yo el que se ríe, hoy sé porqué no tengo ombligo.