26.2.06

Lágrimas

A un cel ple de papallones

Sentado en un sucio asiento de autobús completamente vacío, nadie vivía tan lejos como él. Se enfrentó a sí mismo, a sus fantasmas, con actitud desafiante. Frente a él, el difuso reflejo de su persona en uno de los enormes ventanales del vehículo, aceptó, dubitativo, el reto. A su alrededor, silencio desordenado. Urgó en sus recuerdos sin compasión, conocedor de lo que sucedería. Su reflejo dibujó una mueca de tristeza antes de, derrotado, comenzar a llorar. Sus ojos permanecieron impertérritos mientras contemplaban, a su juicio, lo patético de la situación. "Última parada," abandonó el autobús sin ni siquiera intentar tranquilizar a su oponente con una mirada condescendiente. Se sabía ganador desde el principio. Su reflejo, hundido, resistió en el enorme ventanal durante un instante eterno antes de evaporarse definitivamente...

Permaneció completamente inmóvil durante cinco interminables minutos. Sin parpadear. Sumergido voluntariamente en el exotismo de sus diminutos ojos castaños. Un anciano se deshacía de los restos de su merecida y suculenta cena en una de las papeleras del restaurante de comida rápida en el que se encontraban. Cabello y barba blancos como la nieve, cuidados, voluntariamente largos. Zapatillas deportivas, calcetines invisibles, la mitad de unos pantalones, camisa cuadrada, tirantes cómicos, gigantes gafas. Santa Claus en verano, a pesar de su atlética figura. En otra mesa dos empleados discutían las cuentas del restaurante con un enorme encargado de sexo indefinido. Un padre y su hijo abandonaban el local en busca de la compañía de una multitud a juzgar por la cantidad de comida que arrastraban con ellos. Ajenos a lo que sucedía a su alrededor se miraban, habían pasado todo el día juntos, disfrutando el uno del otro.

Ella rió hasta que dejó de hacerlo y comenzó a sentirse incómoda. Él abría sus ojos con fuerza. Ni una sola lágrima. "Yo no lloro," recordó sus palabras. Todo había comenzado como un juego inocente, una broma inofensiva, pero ahora tenía miedo. Comenzó a mirar a su alrededor en busca de refugio. Intermitentemente hacía coincidir sus ojos con los de él, una vez y otra vez y otra... Él seguía sin hacer nada. Intentó arrancarle una sonrisa. Inútil. Fue ella la que entonces, irremediablemente, lloró. Sus ojos se llenaron de lágrimas. El juego dejó de ser un juego. Él reaccionó y se llevó la mano al bolsillo derecho de sus pantalones en busca de un pañuelo que delicadamente acercó a su rostro. Acarició suavemente su húmeda mejilla antes de que sus manos se encontraran y ella aceptara su ofrenda. Ambos sonrieron. Ella se frotó el brillo de sus ojos con cuidado, sosegada.

"Te lo dije," susurró él dulcemente, a lo que ella contestó, aliviada, con una risa sonora y efímera, balsámica. "¿Me quieres, verdad?" Preguntó sin esperar respuesta... Silencio agridulce.

Se despidieron en el aparcamiento. Él la beso brevemente en la mejilla antes de fundirse en un abrazo en el que ambos se sintieron agusto, por diferentes motivos. Ella se quedó allí, de pie, observando, mientras él se alejaba, como su figura se perdía en la oscuridad de una noche sin luna en la que las estrellas salpicaban un cielo inexpresivo. Caminaba recto, erguido, firme. Ella comprendió.

Camino de su casa recordó su reflejo en el enorme ventanal del autobús y pensó que todo sería diferente si él estuviera al otro lado.

21.2.06

Diferencias de fase (espaciotemporales) o El día que perdí la cámara

A ti

"¿La encuentras?¨


"No," dijo ella mientras rebuscaba entre el caótico montón de ropa. La habitación emanaba todavía el olor de su amor.

"No te preocupes, pues. Probablemente se me olvidó en el restaurante. No debí haber bebido ese mojito, si es que... Debí haber cogido el bolso... " Se resignó. "No espero recuperarla, aunque llamaré por si acaso, ¿dónde está tu teléfono móvil?" Ella estiró su brazo derecho y apuntó con su dedo índice hacia la mesa del escritorio, él lo localizó entre unos papeles y llamó al restaurante. Cuando le preguntaron se identificó con el nombre de ella y su número de teléfono.

"¿Y esto?"

"¿Él qué?" Dijo él a la vez que veía como ella sujetaba una libreta abierta por una página llena de garabatos. "¿Eso? Eso es mi último cuento, bueno, es simplemente una primera aproximación a lo que quiero que sea. Todavía no está acabado."

"¿Puedo leerlo?"

"¡Claro!" Mientras se dirigía a la cama. "Yo voy a acostarme un rato, no me encuentro muy bien."

Antes de alcanzar el lecho, ella se abalanzó sobre él sin que él lo esperara y se agarró con fuerza al pantalón de su pijama y con un movimiento ágil se lo bajó hasta los tobillos. "¡Cinco a cuatro! ¡Por fin rompo el empate!" Rieron.

***

Seis mil millones y medio de personas habitan la Tierra hoy.
Cien mil millones de personas han habitado la Tierra hasta hoy.
Cien mil millones de formas de amar... en el espacio... en el tiempo...

"Lo siento."

"No, no lo sientas. No sé por qué he pretendido engañarme. Sabía que esto sucedería tarde o temprano."

Dieciocho años antes él había comenzado a estudiar arte dramático. Formaba parte de un grupo de teatro independiente que se dedicaba principalmente a hacer teatro en la calle. Además, audicionaba con asiduidad tratando de hacerse un nombre dentro del panorama teatral local. Juan, un amigo suyo, lo invitó a una fiesta en la que Bárbara Puig presentaría la que debía convertirse en su primera obra como codirectora después de haber pasado cuatrocientos cincuenta y dos días en Broadway con diferencia de opiniones tanto por parte del público como de la crítica. En cualquier caso, su paso por los escenarios de Broadway le permitían volver a casa por la puerta grande y habían facilitado la financiación de su nuevo proyecto, cuya idea original era de un viejo, y buen, amigo suyo.

"Ésta es Bárbara Puig," Juan le acarició la espalda, suave, bonita. "Alberto Reverté, un amigo de la infancia que todavía hoy sigue rondando a mi alrededor..." Alberto, dubitativo, le estrechó la mano. Bárbara lo abrazó y le regaló dos besos, uno en cada mejilla. Alberto la encontró maravillosa y pensó que disimulaba muy bien el rondar los cuarenta. Cruzaron algunas palabras.

Volvieron a verse el día de la audición. Durante el descanso, Bárbara y una chica mucho más joven que ella, probablemente de la edad de Alberto, se sentaron junto a él en una mesa de la cafetería. Bárbara le dijo algo a su acompañante y ésta los dejó solos.

"El papel de Mateo es tuyo," Mateo era el mejor amigo de Víctor, el principal protagonista masculino de la obra, y suponía un reto por ser rico en matices. Su traición, tanto a Víctor como a Amaral, su pareja en la obra, intentando ganarse el amor de Susana, la principal protagonista femenina, presentaba un abanico de posibilidades interpretativas muy interesantes para cualquier actor.

"Pero..." Alberto todavía no había subido al escenario.

"Sin pero," antes de que su conversación se viera interrumpida de nuevo por la joven, que regresó a la mesa con dos cafés, Bárbara le dio una tarjeta a Alberto. "Llámame un día de estos y, si te apetece, podemos salir a escuchar jazz en directo, conozco un par de sitios interesantes."

No llamó hasta una semana después. La tarjeta se había convertido en su tesoro más preciado. No se separó de ella ni de la sonrisa que se le dibujó al recibirla durante toda la semana. No podía quitarse a Bárbara de la cabeza. "Sólo quiere conocerme, ella es una actriz famosa y tú, tú sólo estás comenzando. Pertenecéis a círculos diferentes, le has caído bien y eso es todo," se repetía una y otra vez. Una parte de él hacía caso omiso de tales afirmaciones y alimentaba la esperanza de que quizás...

El concierto fue excelente. Un cuarteto de jazz cuyos integrantes conocía bien Bárbara de su paso por New York City. Después del concierto se sentaron a tomar algo con ellos y Alberto se sintió cómodo en un ambiente que no le era del todo desconocido. Su madre era cantante de jazz, nunca se había dedicado a ello de forma profesional, pero había paseado a su hijo por más de un escenario. A cierta gente le enamora hablar de sus recuerdos, a Bárbara le apasionaba. Carteles de "no hay entradas"; fiestas que se prolongaban hasta que los primeros rayos del Sol mostraban a los asistentes el camino de regreso a sus casas; conciertos que se convertían en improvisadas jam sessions; excesos blancos, tintos, rosados, en polvo, inhalados; amantes con fecha de caducidad; ...

Alberto aceptó quedarse en casa de Bárbara porque el destino quiso que su coche tuviera la rueda pinchada y que ésta no le dejara llamar a un taxi. Entraron en el edificio de apartamentos de Bárbara. "Buenas noches señora Puig," dijo el portero y se dirigieron hacia el ascensor donde un segundo portero les invitó a pasar. Hasta ese momento todo había ido bien, pero en el instante en el que la puerta del ascensor se cerró, Alberto comenzó a sudar, el estómago se le encogió y su azotea comenzó a imaginar cosas que no debiera imaginar. Sintió vergüenza de que Bárbara pudiera percatarse de cuanto acontecía en su cabeza. En el piso cinco él la miró, completamente ruborizado. En el piso seis ella le devolvió la mirada, sus preciosos ojos verdes lo acariciaron como una brisa primaveral. En el piso siete ella se acercó a él hasta invadir un espacio que dejaba alcanzar a poca gente, sus rodillas temblaron y por un momento pensó en dejarse caer. En el piso ocho se enamoró de ella. En el piso nueve se besaron. Bárbara vivía en el piso diez.

"La obra fue un éxito. Recuerdo que recibí tres premios por mi interpretación de Mateo. Gracias a ello pude ser dueño de mi carrera teatral desde el principio, algo que pocos consiguen. Nuestra relación duró dos años y, aunque yo pretendía que fuera así, ella nunca estuvo enamorada de mí y, un buen día, me dejó, de la misma manera que me dejas tú ahora. Estuve enamorado de ella hasta que te conocí a ti, ¡tonto de mí!" Alberto, acarició su calva y suspiró y miró hacia la mesa del fondo donde un joven negro se quitaba una chaqueta roja de piel y se sentaba junto a una joven asiática que lo miraba con los ojos con los que miran los enamorados. Frente a él, una joven rubia con lágrimas en los ojos escuchaba atentamente.

Nerea era la hija de Juan, aunque había sido criada por su madre y el marido de ésta. Habían coincidido por primera vez hacía dos años, poco antes de que Juan muriera de SIDA, en una cena en casa de Juan y Julián, su compañero. Nerea parecía mucho mayor de lo que era en realidad. Su manera sugerente de caminar, su manera intimidadora de mirar, su manera envolvente de hablar, sus maneras, no parecían las de una joven que acababa de alcanzar su mayoría de edad. Se enamoró de él en el instante en el que lo vio. Nerea había seducido a no menos de un centenar de hombres pese a su tierna edad. Alberto no había vuelto a enamorarse desde que Bárbara lo abandonó. Su recuerdo estaba todavía muy presente en su corazón. Nerea consiguió su teléfono a través de su padre con la excusa de pedir consejo profesional a alguien con cierto prestigio. Con la misma excusa enredó a Alberto, que aceptó verla en una cafetería del centro que por aquel entonces estaba de moda.

Nerea insistió y después de la cafetería vino el bar que regentaba un amigo de su padre, la cafetería del teatro, la sala de conciertos del hermano de Julián, un restaurante chino de buena reputación, el bar de una amiga, la cafetería en la que Alberto desayunaba todos los días, un restaurante francés que ella nunca hubiera podido pagar, una pizzería, la cama de un hotel en la Vall d'Aran. El amor de Nerea por Alberto era real, nunca antes se había sentido así, disfrutaba de cada instante de tiempo como quien disfruta de un constante y agradable descubrir.

"Yo no quería enamorarme de ti, Nerea. No quería que me volviera a pasar, porque el amor duele ¿sabes? Me duele ahora mismo y me dolerá y me dolerá y me dolerá. Conseguiste lo que querías, a mí, pero no te conformaste con eso, quisiste mi amor y ahora que por fin lo consigues resulta que ya no me quieres... Y al final del día Bárbara ya no es Bárbara, al final del día Bárbara es Nerea pero yo sigo sintiéndome igual de vacío..."

"Lo siento, Alberto. Sabes que siempre te querré, es sólo que..." Alberto acercó violentamente el dedo índice de su mano derecha a su boca indicando silencio.

"Tengo casi cuarenta años, no me vengas con excusas, déjalo así... Si, en el fondo, la culpa es mía, siempre lo es..." Sacó un billete de diez euros del bolsillo izquierdo de su pantalón de pana marrón y lo dejó sobre la mesa y se abrigó con su chaqueta de piel negra mientras se levantaba de su silla. "Ahora me voy. Espero verte por ahí un día de estos. Seguro que coincidimos en alguna obra de teatro... o en algún concierto de jazz. Hasta entonces... ¡Cuídate!"

Alberto abandonó el local mientras Nerea rompía a llorar. Sus lágrimas eran sinceras. Su amor, el que había sentido por Alberto, simplemente, había desaparecido, mutado.

Cuando llegó a casa sonó el teléfono.

"Alberto," su voz, pese al paso del tiempo, seguía irradiando elegancia.

"Bárbara," musitó él, lo estaba esperando.

"¿Cómo estás?"

"¿Cómo estoy? Supongo que bien... ¿Sabes? Es curioso que me llames ahora, hoy... Qué cosas tiene la vida... He estado esperando tu llamada durante dieciocho años, dieciocho años en los que he sido incapaz de amar a otra mujer..."

"Alberto, te quiero..."

"Lo sé, me lo creo... Y si hubieras llamado hace un mes... Pero yo ya no, Bárbara, yo ya no," colgó y rompió a llorar.

***

Se despertó mucho después. El piso estaba vacío. Oscuro. La buscó, pero no la encontró. En la puerta del frigorífico encontró una nota manuscrita por ella. Su caligrafía, pasión, era inconfundiblemente artística.

Probablemente te quise fuerte antes de que entraras de repente en mi vida,
probablemente te querré fuerte cuando sea ya demasiado tarde para ti,
probablemente tengas razón,
como tantas otras veces,
y nuestro amor está desfasado, en el espacio, en el tiempo...
Te quiero bicho, pero no puedo.

Leyó la nota en voz alta. Escuchó atentamente cada una de las palabras que él mismo pronunciaba. Lo hizo como si fuera ella quién le hablara. Su voz era dulce. Asintió con la cabeza mientras el sonido de su epitafio todavía retumbaba en su cabeza. Sonrió. Lloró.

***

Tardó una semana en llamarlo.

"¡Hola!" Dijo ella a través de los altavoces de su ordenador portátil. "Sé que te debo una explicación y tenemos que hablar, pero primero la buena noticia..."

"Dime," contestó él, sin ánimo alguno de sorprenderse.

"¡Ha aparecido tu cámara!"

"Qué bien," sus palabras carecieron de entusiasmo.

"¿Estás bien?"

"Lo estoy, no te preocupes."

"¿Quieres hablar?"

"No, no me apetece. No sé hablar, no. Yo, lo único que sé hacer es escribir, bien o mal, pero escribir. Y a veces, sólo a veces, la gente entiende lo que escribo..."

Silencio.

"Te quiero..." Susurró ella.

Silencio.

"No, aunque yo sí, pero no te preocupes, los empates siempre se rompen... Y lo mejor de un desempate, es que incitan a la remontada... Cinco a cuatro, ¿no?" Susurró él antes de dibujar una sincera sonrisa en su rostro... Ella le empató...

13.2.06

Tres cuentos cortos

Espejos:

Impecablemente vestido. Cerró su puño con fuerza y lo vació sobre la superficie fría de su recién comprado espejo. Mil pedazos. Cerró los ojos, resignado a la sangre que emanaba de sus nudillos. Los abrió de nuevo y se perdió en la caótica telaraña de cristal repleta de diminutos rostros desconocidos en la que se había convertido el espejo. Vio el rostro de un abogado disciplinado. De un hijo ejemplar. De un padre paciente. De un marido atento. De un amigo fiel. Miró y vio, pero no estaba él, seguía sin estar y encima, ahora, no iban a devolverle su dinero...

Cuatro espejos en un mes.

Ilusión:

"Mírame a los ojos," silencio. "De hecho, es imposible mirar a los ojos, siempre acabas mirando sólo a uno..." Los labios de él susurraban algo a tan sólo dos centímetros de los labios de ella. Permanecieron al filo de un delicioso abismo de incertidumbre durante un instante eterno. Disfrutaron de un blanco silencio antes de. Se sumergieron en un mar de golosas dudas antes de. Se sintieron uno antes de.

Se besaron, torpemente. Pero conscientes. Juntaron sus manos, suavemente. Pero firmes. Confiaron el uno en el otro, ciegamente. Ilusión. Cerraron los ojos antes de volverlos a abrir. Se dejaron caer en la oscuridad del abismo...

Luz.

Tentempié:

Le arrancó sus patas una a una. Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Desconocía si aquello la habría terminado. La atravesó con un alfiler y clavó su cuerpo en una pizarra de corcho que le había regalado su padre. El viejo se consumía en la camilla de un hospital mientras su madre lloraba en el hombro de una enfermera que pronto olvidaría su nombre. Sonó su teléfono. Sabía lo que aquello quería decir. Abrió su frigorífico y de su interior sacó una cerveza, pan de molde, queso fresco, lechuga, tomate, cebolla y pavo. Antes de disfrutar de un tentempié, fotografió el cuerpo de la araña con su cámara polaroid y escribió algo en la fotografía y la clavó junto a la original:

nueve y treinta y siete del tres de febrero de dos mil cinco
ni es gato, ni araña...
el fin


Se acomodó en el desorden de su habitación y comió. Había quedado a las once para ir a jugar a billar con unos amigos.

9.2.06

Después del atardecer

Nadie circulaba por el puente de la comarcal a aquellas horas de la tarde. Allí estaba ella, frente a la baranda de piedra y cemento. A su alrededor silencio. El repentino crujir de un arbusto pisoteado por un jabato, el goloso cantar de un pájaro, la delicadeza de la brisa vespertina que acaricia las escuálidas ramas de un árbol, la incesante y repetitiva melodía de diminutos seres invisibles, su agitada respiración... Pero silencio.

Respiró profundamente antes de ascender, un último peldaño. Allí, de pie, contempló el más bello de los atardeceres. Frente a ella un lienzo en el que azules, rojos, naranjas, amarillos y púrpuras salpicaban desordenadamente un agotado Sol ígneo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, una vez más, la última.

Sus derepentes, sus esques. Su descenso.

Miró hacia abajo.

Los dedos de sus pies se encogieron desesperadamente, como queriendo sujetarse con fuerza a la superficie sólida de la baranda. Sus piernas comenzaron a temblar irremediablemente. Sudaba. Se había sentido así antes. En unos segundos el vértigo habría desparecido, parasiempre.

La imagen fugaz de sus pilares, sonrientes, le encogió el corazón. Demasiado tarde ya para echarse atrás.

Saltó. Abrió los ojos con fuerza.

Su primer recuerdo se remontaba a un caluroso día de verano en el supermercado del pueblo donde veraneaba, cuando era tan sólo una niña. Un globo de color verde atrapado en una de las estanterías llamó su atención, pero no la de su madre. Permaneció perdida varias horas. Sus primeros días en la escuela se sintió sola. Sus primeras travesuras, sus primeras reprimendas, era incapaz de no sentirse mal después de ellas. Su primer amor, su mirada, su sonrisa. Su primer beso. Tarde o temprano todo se acaba. Cíclos. Un golpe detrás de otro, también caricias. Sonrisas. ¿Por qué?

El impacto del aire inundó sus ojos y nubló su vista. Frente a ella, sus recuerdos pasaban cada vez a mayor velocidad para amontonarse en la parte posterior de su ser y ejercer una insoportable presión en sentido ascendente. Alfileres. La presión, insufrible. Sintió súbitamente como si le arrancaran con violencia un pedazo de su persona, sangró. Por fin, ligera. Cayó libremente, sin oposición. Atrás quedó ella.

Estiró su brazo izquierdo.

Abrió su mano.

Su rostro, desencajado, dibujó una leve sonrisa.

Tocó el agua con sus dedos antes de que la cuerda la impulsara de nuevo hacia arriba.

Su sonrisa se tornó risa.

En su camino ascendente se encontró de nuevo con ella, aún cayendo. Cerró los ojos y estiró sus brazos, como el que se lanza de cabeza al agua, antes de atravesarla con decisión. Miró hacia atrás y ya no estaba allí, ya no estaba allí. Se frotó la cara con su mano izquierda, todavía húmeda.

Su risa se tornó carcajada, risotada de colores.

...

Mientras caminaba hacia el pueblo pensó de nuevo en el más bello de los atardeceres. Mañana el Sol volvería a salir. Mañana, de nuevo, el más bello de los atardeceres. Se giró con aire firme y desafiante, y la miró. Allí estaba ella, frente a la baranda de piedra y cemento. No pudo evitar llorar de alegría. No pudo evitar volar, ahora que sabía como...