16.4.08

Aleatorio

“Yo no voy a tomar esta decisión por ti,” concluyó Ramón. “No, porque carezco de toda la información.”

Yo asentí.

“¿Qué te ha pasado?”

Bajé la cabeza primero y le miré a los ojos después.

“Vete de vacaciones. Piensa en qué te ha pasado y sólo entonces podré tomar una decisión por ti,” silencio. “Si tú no lo haces antes.”

Ambos sonrieron.

“Gracias,” me levanté. “Gracias.”

Caminamos juntos hacia su despacho. Allí nos cruzamos con Boris, de quien nos despedimos fríamente. Ramón se reunió con Claudia, que había estado esperando, y se fueron. Yo me senté en mi silla y permanecí allí durante trece interminables minutos. Quise llorar.



Conducía tranquilamente mientras Sophie hablaba de su higiene facial.

Sucedía de repente, sin avisar.

“¿Sabes a qué se deben tus manchas faciales?” Interrumpí de repente.

“¿Por qué me interrumpes?” Molesta. “¿A qué?”

“A una reacción alérgica,” reí con maldad. "¡A una eyaculación!"

Me miró a los ojos, incrédula. Rompió a llorar, en silencio.

“No,” dijé yo, consciente de mi error. “No llores, lo siento.”

“¿Por qué?” Indignada.

“No lo sé, no lo sé,” mi voz.

Silencio.

Llegron a casa.

“Si no te fueras mañana…”

Sophie y Amber me acompañaron al aeropuerto.



El avión salió con retraso de Orlando y perdí mi conexión en Londres. Allí coincidí con un grupo de españoles que, como yo, deseaban llegar a casa antes de Navidad.

“Trabajo como camarero,” acento madrileño. “Estoy estudiando inglés. Estudié empresariales y, antes de casarme con mi trabajo, decidí darme una vuelta por aquí.”

“Bien,” asentí yo.

“Mi mejor amigo ha hecho lo mismo pero en lugar de a Londres se ha ido a Japón”

“¿Japón?”

“Sí, Japón.”

“¿Y eso? Siempre he sido un enamorado de Japón.”

“El padre de un amigo común tiene un bar de copas allí. Si quieres te puedo poner en contacto con él.”

“¡Claro!” sonriendo.

Escribí mi dirección de correo electrónico en una servilleta y se la di.



En el ultimo año Cesc se había comprado un coche y un piso.

“¿Cómo te va con tu novia?”

“Bien,” contestó Cesc. “¿Y tú qué?”

“Yo no soy así.”

“¿Qué quieres decir?”

“Ni yo lo sé. La vida en pareja, hoy por hoy, no está hecha para mí.”

“¿Estás sólo ahora?”

“¿Alguna vez lo he estado?” Pausa. “No me enamoro con facilidad pero me maravillo continuamente.”

Siempre había conocido a Cesc. Alto, delgado, con gafas de pasta azules y blancas. Siempre habíamos estado ahí el uno para el otro a pesar de que nuestra relación había pasado por mejores y peores momentos. Cesc siempre, o casi siempre, estaba de buen humor, dispuesto a dibujar una sonrisa en el rostro de cualquiera. Era autónomo y se dedicaba a la distribución de productos de hostelería. Su carácter era su mejor arma a la hora de enfrentarse a un cliente. Con las mujeres, por el contrario, nunca había tenido mucha suerte. Hasta ahora.

Llegaron puntuales a su cita.



Hacía tiempo que no había coincidido con Cesc, Lorenzo y Zack en la misma mesa. Lorenzo, como casi siempre, fue el responsable de la reunión.

Había conocido a Lorenzo en la universidad de forma casual gracias a los X Men. Bajo, flaco, con gafas de pasta azules. Cuando decidí estudiar astrofísica me mudé a Canarias donde, deliberadamente, decidí pasar desapercibido. Y lo consiguí, hasta que Lorenzo se fijó en mí. Lorenzo y otra muy buena amiga, Esther, me integraron. Lorenzo descubrió su homosexualidad mucho después de nuestro primer encuentro, aunque yo lo había sospechado desde un principio. Era profesor de instituto y dibujante de cómics. Todo el mundo adoraba a Lorenzo, era todo corazón.

Cenaron sobre una conversación superficial. Lamenté el distanciamiento.

Había cruzado el océano en busca de una respuesta. Respuesta que esperaba encontrar en compañía de mis amigos. Después de aquella cena, dudé. Mis amigos no compartían mi presente, ya no.

Después de cenar llegó Mónica. No la había visto desde que había roto con ella, un año antes.

Nuestra historia había sido mágica. Ella en España, yo en Estados Unidos.

“¿Fumas?” pregunté yo mientras Mónica se encendía un cigarro. “¿Desde cuándo?”

Mónica calló.

“Hace un año,” aventuró Cesc.

“Cesc,” Zack, incómodo.

“¿Qué?”

“No creo que sea el momento.”

“Comencé a fumar de nuevo después de…” aclaró ella.

Silencio incómodo.

“Me voy a dormir,” Lorenzo, oportuno.

Besé a un apagado Lorenzo en la mejilla.



“Oye,” todavía dormido.

“Dime,” Zack al otro lado del teléfono.

“Que no voy a ir, que me he dormido.”

“Ya me lo he imaginado.”

“He puesto el despertador pero no recuerdo haberlo escuchado.”

“No pasa nada. ¿Nos vemos otro día?”

“Seguro, tengo que hablar contigo.”

El Zack con el que hablaba no era el Zack que había conocido ocho años antes. Alto, fuerte, ojos verdes. Yo tampoco era el mismo que Zack había conocido entonces. Cuando lo conocí, Zack era un chico introvertido, ensimismado, tímido, cuya única preocupación era estudiar. Por aquel entonces yo sobrevivía en clase cada semana con mis ojos puestos en el viernes por la noche. Teníamos poco en común y eso fue precisiamente lo que nos unió. Decidimos aprender el uno del otro. Ahora Zack era un físico de éxito, mujeriego, extrovertido, aunque, simple, generoso, sincero.



“Hola,”

“Hola,” voz desconocida.

“¿Quién eres?”

“Noemí.”

“¡Noemí! ¡Cuánto tiempo!”

“Montse me dijo que venías a pasar la Navidad y decidí llamarte.”

“¿Cuánto hace? Ni lo sé. ¿Qué es de tu vida? ¿Sigues trabajando en el Nit d'Estiu?”

“No, no, lo dejé. Ahora soy policía,” silencio.

“Vaya.”

“¿Por qué no quedamos y nos ponemos al día?”

“¡Claro!”

Con Noemí había perdido mi virginidad en el asiento trasero de un coche mucho tiempo atrás. Hacía varios años que no coincidíamos.



Abrió la puerta. Montse. Mis ojos encontraron a los suyos y el tiempo se detuvo. Sucedía una y otra vez. Su forma de mirarme. Mi forma de mirarla. Acababa de regresar de Estambúl por lo que decidimos pasar la noche en su casa hablando de su viaje, de mi regreso, de la vida. Estaba enamorada de mí, y yo de ella. Pero nuestro amor era altruísta. Entre nosotros, no existía el después, no existía el antes, sólo el ahora, un ahora generoso, sincero, real.



Soledad. Decidí cargar un libro conmigo. No tenía nada en común con el sinfín de gente con la que me cruzaba. Familiares y conocidos que veía una vez al año y que una y otra vez me bombardeaban con las mismas preguntas inútiles. No me gustaba fingir interés. Me escodía detrás de las páginas de un libro, Zen and the Art of Motorcycle Maintenance. Cuando llegaba a casa, me seguía sintiendo solo. Infinito. Deseaba con todas mis fuerzas que alguien se percatara de ello, pero no había nadie. Nunca antes había pedido ayuda. Mis amigos venían a mí en busca de consejo y lo encontraban. Yo, nunca antes los había necesitado, no de la forma que los necesitaba ahora. Me imaginaba en frente de cada uno de ellos exponiéndoles mi situación. Ilusión. Una y otra vez esa sensación. Lágrimas invisibles.

1 comment:

Martuki said...

Caramba...Me encantó. Es como colgar un recuerdo de cada azulejo, esperando que alguien termine la cenefa que empezaste y que deseaste que termináramos... aunque nunca lo has dicho, nunca antes.
quizá me equivoco, quizá son palabras aleatorias q acabo de escribir.
MUA!