Fabiola
A una abeja
De pequeña Fabiola siempre se había preguntado qué llevaba a las personas a matarse las unas a los otras. Fabiola nunca entendería las guerras, los atentados, los asesinatos. Fabiola nunca entendería qué llevaba a sus compañeros de la escuela a torturar animales callejeros hasta la muerte. Fabiola nunca entendería la violencia gratuita. Fabiola dejó de hacerse preguntas porque su ansia por encontrar respuestas la llevó a olvidarse de las primeras.
Fabiola se enamoró un día lluvioso de abril. Se enamoró mientras leía un libro sobre antropología en una cafetería, de un joven de rostro peculiar que disfrutaba de una agradable conversación con un amigo. Miguel Bosé, desde el hilo musical de la cafetería, fue testigo de su primer encuentro, primero de muchos.
Fabiola se casó con un policía, el hombre más encantador de cuantos había conocido nunca, hasta que dejó de serlo. Fabiola se casó con el que sería padre de su hijo, el hombre más adorable de cuantos había conocido nunca, hasta que dejó de serlo. Fabiola se casó con quien un día la haría despertar.
Todo sucedió un viernes.
Sonó el timbre. El hombre de la casa no hacía mucho que había regresado de la comisaría. Los viernes siempre llegaba más tarde de lo normal, gustaba de despedir la semana laboral alrededor de unas cervezas con sus compañeros, en el bar de un primo de su padre. Se levantó del sofá, donde aguardaba a que Fabiola acostara al pequeño, y fue a abrir la puerta.
- ¡Qué pasa camarada!
- Pensé que ya no venías. Fabiola está acostando al niño, ahora mismo íbamos a cenar algo, supongo que nos acompañarás.
- ¡Y tanto! Por cierto, traigo conmigo un directo de Bob Marley en Rotterdam. Ayer me lo bajé de Internet...
- ¿Traes algo más?
- Sí, hombre, sí, tranquilo. También traigo lo que pude encontrar entre lo encautado esta semana. María mejicana y, sin que sirva de precedente, un poco de coca colombiana que le requisamos a un camello de mala muerte del barrio de la siderúrgica.
Para cuando terminó su discurso ambos estaban ya acomodados en el sofá. Fabiola apareció por el pasillo, saludó a su invitado dándole dos besos y se dirigió a la cocina en busca de unas pizzas que ya llevaban un rato en el horno.
Bebieron cerveza y comenzaron a fumar porros de marihuana y cocaína, por igual. Buena música. Fabiola, conocedora de lo que allí sucedería, cenó un poco, se lió un porro para ella y se retiró a leer a su habitación. Poco después un hambre atroz se apoderó de ellos y una vez deborada la pizza fría que hasta entonces había compartido la mesa del salón con hierba, polvo blanco, un fajo de billetes de veinte euros, papel de fumar, tres paquetes de tabaco y un par de revistas...
"Ahora comenzaría a gritar mi nombre y me pediría que le preparara algo de comer. Yo accedería y mientras tanto, él y su amigo hablarían de a cuantas mujeres habían satisfecho en el pasado y a cuantas les gustaría satisfacer en el futuro. Su amigo se iría y después él me diría que limpiara todo antes de irme a dormir. Mañana vendrían sus padres y todo debería estar impecable. Me pediría también que le hiciera una felación, tras la cuál, me susurraría cuánto me quería. Me daría un beso de buenas noches y me regalaría su espalda. Y lo peor de todo es que yo, en la silenciosa penumbra de nuestra habitación, le creería y le volvería a perdonar.
Me duele la espalda. Me duele el cuello. Me duele el ojo derecho. Me duele la muñeca izquierda. Me duele la rodilla derecha.
Me duelen y no tengo heridas. Ya no...
Me gusta la marihuana. Me hace sentir bien. Aunque efímera, estoy enamorada de esta sensación de libertad. ¿Quieres casarte conmigo?"
Fabiola se levantó y se dirigió al armario ropero. Allí, junto a unas cajas de zapatos encontró uno de los revólveres de su marido, uno que no estaba registrado a nombre de nadie. Nunca antes había usado uno. El eco de su nombre retumbaba en toda la casa. En el salón la voz de Bob Marley se mezclaba con los gritos de su marido que por aquel entonces estaba solo y colocado, su amigo, cansado de esperar por una comida que nunca llegaba, se había ido. Cuando hubo alcanzado el salón no dijo nada... Descargó su arma sobre el diablo.
Así de simple.
Lloró.
A la mañana siguiente, cuando su hijo se despertó, lo llevó al colegio como todos los días.
Cuando lo recogiera al mediodía sería para más nunca regresar...
De pequeña Fabiola siempre se había preguntado qué llevaba a las personas a matarse las unas a los otras. Fabiola nunca entendería las guerras, los atentados, los asesinatos. Fabiola nunca entendería qué llevaba a sus compañeros de la escuela a torturar animales callejeros hasta la muerte. Fabiola nunca entendería la violencia gratuita. Fabiola dejó de hacerse preguntas porque su ansia por encontrar respuestas la llevó a olvidarse de las primeras.
Fabiola se enamoró un día lluvioso de abril. Se enamoró mientras leía un libro sobre antropología en una cafetería, de un joven de rostro peculiar que disfrutaba de una agradable conversación con un amigo. Miguel Bosé, desde el hilo musical de la cafetería, fue testigo de su primer encuentro, primero de muchos.
Fabiola se casó con un policía, el hombre más encantador de cuantos había conocido nunca, hasta que dejó de serlo. Fabiola se casó con el que sería padre de su hijo, el hombre más adorable de cuantos había conocido nunca, hasta que dejó de serlo. Fabiola se casó con quien un día la haría despertar.
Todo sucedió un viernes.
Sonó el timbre. El hombre de la casa no hacía mucho que había regresado de la comisaría. Los viernes siempre llegaba más tarde de lo normal, gustaba de despedir la semana laboral alrededor de unas cervezas con sus compañeros, en el bar de un primo de su padre. Se levantó del sofá, donde aguardaba a que Fabiola acostara al pequeño, y fue a abrir la puerta.
- ¡Qué pasa camarada!
- Pensé que ya no venías. Fabiola está acostando al niño, ahora mismo íbamos a cenar algo, supongo que nos acompañarás.
- ¡Y tanto! Por cierto, traigo conmigo un directo de Bob Marley en Rotterdam. Ayer me lo bajé de Internet...
- ¿Traes algo más?
- Sí, hombre, sí, tranquilo. También traigo lo que pude encontrar entre lo encautado esta semana. María mejicana y, sin que sirva de precedente, un poco de coca colombiana que le requisamos a un camello de mala muerte del barrio de la siderúrgica.
Para cuando terminó su discurso ambos estaban ya acomodados en el sofá. Fabiola apareció por el pasillo, saludó a su invitado dándole dos besos y se dirigió a la cocina en busca de unas pizzas que ya llevaban un rato en el horno.
Bebieron cerveza y comenzaron a fumar porros de marihuana y cocaína, por igual. Buena música. Fabiola, conocedora de lo que allí sucedería, cenó un poco, se lió un porro para ella y se retiró a leer a su habitación. Poco después un hambre atroz se apoderó de ellos y una vez deborada la pizza fría que hasta entonces había compartido la mesa del salón con hierba, polvo blanco, un fajo de billetes de veinte euros, papel de fumar, tres paquetes de tabaco y un par de revistas...
"Ahora comenzaría a gritar mi nombre y me pediría que le preparara algo de comer. Yo accedería y mientras tanto, él y su amigo hablarían de a cuantas mujeres habían satisfecho en el pasado y a cuantas les gustaría satisfacer en el futuro. Su amigo se iría y después él me diría que limpiara todo antes de irme a dormir. Mañana vendrían sus padres y todo debería estar impecable. Me pediría también que le hiciera una felación, tras la cuál, me susurraría cuánto me quería. Me daría un beso de buenas noches y me regalaría su espalda. Y lo peor de todo es que yo, en la silenciosa penumbra de nuestra habitación, le creería y le volvería a perdonar.
Me duele la espalda. Me duele el cuello. Me duele el ojo derecho. Me duele la muñeca izquierda. Me duele la rodilla derecha.
Me duelen y no tengo heridas. Ya no...
Me gusta la marihuana. Me hace sentir bien. Aunque efímera, estoy enamorada de esta sensación de libertad. ¿Quieres casarte conmigo?"
Fabiola se levantó y se dirigió al armario ropero. Allí, junto a unas cajas de zapatos encontró uno de los revólveres de su marido, uno que no estaba registrado a nombre de nadie. Nunca antes había usado uno. El eco de su nombre retumbaba en toda la casa. En el salón la voz de Bob Marley se mezclaba con los gritos de su marido que por aquel entonces estaba solo y colocado, su amigo, cansado de esperar por una comida que nunca llegaba, se había ido. Cuando hubo alcanzado el salón no dijo nada... Descargó su arma sobre el diablo.
Así de simple.
Lloró.
A la mañana siguiente, cuando su hijo se despertó, lo llevó al colegio como todos los días.
Cuando lo recogiera al mediodía sería para más nunca regresar...
1 comment:
Me encantan estos finales. Me encanta sentirme rodeada de valor gracias a un cuento. Me encanta...
Un beso Fabiola!
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