La carta
A todos los que son, que no son todos los que están
Frente a mí la pantalla de mi ordenador. Un fondo de pantalla compuesto por un número indeterminado de fotos de gente guapa. Un desconocido me preguntó en una ocasión en qué serie de televisión aparecían. "En ninguna, esa gente son mis amigos...", o al revés. Dos ventanas. Navegador más editor de texto. En el navegador mi página web, tal y como el mundo la ve. En el editor de texto mi página web, tal y como yo la veo. Como si al mundo le importara lo más mínimo lo que yo tenga que decir al respecto. ¿Al respecto de qué? Escribo lo que me parece y lo publico pero me importa bien poco lo que la gente piense de ello, eso sí, recibo con una sonrisa todos y cada uno de los comentarios que suscita. Debería pasar menos tiempo delante de la pantalla de mi ordenador. Quizás debería decir ordenadores. Tengo un portátil. Tengo un ordenador en la oficina. Tengo un ordenador en casa de mis padres. Tengo un tengo.
Un yogurt de limón junto a mi portátil. Una cuchara junto a él con todavía restos que manchan la superficie de cristal de mi escritorio. Mis gafas. Unas de ellas, tengo varias, de diferentes colores. Según como me sienta ese día uso unas u otras. ¿Nunca os habéis sentido naranja? Os lo recomiendo, es una mezcla entre sentirse rojo y amarillo, lo mejor de ambos en uno sólo. Un libro de cuyo título no quiero acordarme... No quiero porque soy incapaz de ello, lo comencé hace ya algún tiempo, mucho tiempo y desde aquí soy incapaz de leer el título. Si sólo fuera uno... Un bolígrafo y unos cuatos folios llenos de fórmulas matemáticas. No me voy a entretener en esto. Un flexo. Dos fluorescentes. Uno de ellos fundido des del primer día. Mañana lo cambio. En mi mano derecha, una navaja suiza que me regaló el señor Arntonio. Nadie me había regalado una navaja suiza nunca antes. Me hizo mucha ilusión recibirla, aunque si soy sincero, nunca la he utilizado. ¿Nunca? Nunca hasta hoy. Si sólo fuera la navaja. Mi armario está lleno de cosas que no han sido estrenadas. Mi armario, mis cajones, mis estanterías... He viajado alrededor del mundo con esa navaja y por algún motivo, en los aeropuertos, siempre ha pasado desapercibida. Ni siquiera el hombre del guante de látex fue capaz de encontrarla. Veo mi ojo derecho reflejado en su hoja. Marrón.
A través de la ventana veo como el cartero deja algo en el buzón. Hoy he revisado mi correo electrónico treinta y siete veces. Son las doce y cuarenta y ocho y llevo aquí sentado desde las nueve en punto de esta fría mañana de diciembre. Esto es, muy aproximadamente, una vez cada seis minutos y diez segundos. Lo reviso una vez más. Nada. En toda la mañana, dos forwards de dos personas que dicen ser mis amigos y de los que no sé nada desde hace algún tiempo, mucho tiempo. Me repito, lo sé. Yo tampoco les escribo, pero por lo menos no les mando forwards diciéndoles cuánto les quiero y que me gustaría que yo fuera una de las doscientas diciséis personas a las que ellos deben reenviar el susodicho para que no se rompa la cadena y todos seamos felices y comamos perdices. Además, soy vegetariano. Espero un correo electrónico que ha de cambiar mi día, mi mes, mi año... Un correo electrónico que ha de cambiar mi vida. Hace tiempo que no recibo una carta. Miento, recibo un montón. Todas las compañías de seguros del pais me han escrito una. Todos los bancos. Incluso Victoria's Secret me escribe regularmente. ¿Me daría tiempo a ir treinta y siete veces al buzón y volver, en tres horas y cuarenta y ocho minutos?
Visto unos pantalónes de pijama azul celeste y una camiseta de tirantes negra. Me calzo mis zapatillas deportivas sin calcetines y me abrigo con una chaqueta de chándal roja y blanca. Abro la puerta de mi habitación y salgo corriendo hacia el buzón. Alcanzo el buzón y lo abro y me dispongo a dar media vuelta pero entre el montón de dinero desperdiciado en forma de papel, un sobre llama mi atención. Mi nombre manuscrito en él. Mi reto personal, al limbo. Todo se detiene a mi alrededor. No hay nadie en la calle, por lo que resulta sencillo imaginarse que el tiempo se ha detenido en ese preciso instante. Además, pese al frío, el cielo está despejado y no hay señales del fuerte viento que no dejó de llamar a mi puerta durante toda la noche. Nada. Sólo yo y el sobre cerrado color sepia y mi nombre manuscrito con una caligrafía excelente. Las letras son de color rojo y no tiene faltas de ortografía, lo que hubiera destrozado la magia del momento.
De repente todo cambia. Un perro comienza a ladrar. Dos gatos cruzan la calle. Varios niños se bajan de un autobús que acaba de detenerse. Sus risas inundan el vecindario. Dos mujeres salen de una vivienda hablando de los regalos que pretenden hacerle a sus maridos esta Navidad. Mujer A: una máscara de Darth Vader. Mujer B: los diez últimos números especiales de bañadores de la revista Sports Illustrated. Un coche dobla la esquina a gran velocidad. A gran velocidad siempre y cuando uno la compare con el libro de seguridad vial que descansa en el segundo cajón de la derecha de mi escritorio. En ese momento un balón de fútbol cruza la calle sin mirar. Todo el mundo sabe que un balón de fútbol nunca emprende un viaje solo. El coche no va a tener tiempo de frenar. El niño no va a tener tiempo de frenar. Pienso, luego existo, y luego corro como nunca antes a su encuentro, y lo cojo por la cintura, y el conductor del mustang rojo de vete a saber cuando porque sacan uno cada año gira bruscamente el volante de su vehículo, y yo salto en dirección contraria, y el coche es propulsado hacia arriba tras impactar las ruedas delanteras con el bordillo y reventarse, y el niño, la carta y yo caemos en el jardín de mi vecino, y el coche se incrusta en mi casa, y el coche explota, y mi casa explota, y un trozo de mi tejado cae justo a nuestro lado.
"Gracias", balbucea el joven. "¡Qué te jodan!", digo yo. Podría haber sido más agradable, pero no me ha apetecido. Al fin y al cabo, acabo de salvarle la vida y eso me permite decirle lo que me de la real gana. Mi casa, destrozada. Mi coche, un dólar más caro que el de mi vecino A, que a su vez era un dolar más caro que el de su vecino B y así sucesivamente hasta el enésimo abecedario donde n tiende a infinito, pues ese coche, destrozado también. Desde aquí puedo ver mi barbacoa y está intacta. Seguiré siendo la envidia de mi vecindario. No tengo ganas de lidiar con la policía así que me meto la carta en el bolsillo de mi chaqueta y comienzo a correr. Hacía tiempo que no corría. Me siento bien. No sabía que pudiera correr tan rápido. Debe ser la marca de mis zapatillas. Ya sabía yo que pagar cinco veces su precio tendría su recompensa y no, no podía ser simplemente la cara de perros rabiosos de mis amigos.
Sigo corriendo. A mi izquierda y arriba veo con asombro una barra de color azul que se mueve a la misma velocidad que yo. A mi derecha y arriba veo mi cara, mi cara y mi cara, o sea, tres caras, por si acaso alguien no sabe sumar. A mi derecha y abajo veo un ciento diecisiete, ciento dieciséis, ciento quince, ciento catorce, ciento trece... A mi izquierda y abajo veo un revólver... El mismo revólver que luzco en mi mano derecha. Sigo corriendo. Algo me pellizca el culo y la barra de color azul pasa a ser media barra de color azul. Otro pellizco. Oscuridad. Me levanto, nada ha cambiado y sigo corriendo. La carta sigue en mi bolsillo. Un cambio, una cara menos, ahora son dos. Comienzo a disparar a todo lo que se mueve frente a mí. Nunca antes había sostenido un arma. No lo hago mal. Me agacho, espero a que mi enemigo descargue su arma, me levanto y acabo con él. Salto sobre un coche y desde allí fusilo a su conductor. Por alguna extraña razón llego a la conclusión de que yo soy el bueno y de que todo los demás son los malos. Sigo corriendo. Lo único que me importa es llegar a un sitio tranquilo donde poder abrir la carta.
Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica!". Sigo corriendo.
Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica!". Sigo corriendo.
Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica, confía un poco más en mí... en ti!". Sigo corriendo.
Estoy lleno de sangre, mía y extraña. De vez en cuando me hieren, pero nunca de gravedad. Además, hace un rato encontré una frasco opaco y lo he abierto encontrando en su interior diez pastillas. Cada vez que ingiero una, la dichosa barra azul aumenta y eso creo que es bueno. Me atropella un autobús...
He llegado al centro y sigo corriendo. Ni rastro ni de la barra, ni de las caras, ni de la pistola, ni de los números. La puerta de una tienda de comestibles se abre a mi paso y de ella sale un tipo con tanta prisa como yo. Espero, por lo menos, que él sepa a donde va, porque yo sigo sin tener ni idea. ¿Lo sabes tú? Botas negras con punta de hierro, pantalón negro de cuero, cinturón marrón de piel agrietado, camiseta negra rota con un garabato ininteligible en el pecho, melena rubia al viento, barba de una semana. Antes de ver como introduce un fajo de billetes en uno de los bolsillos de su pantalón y el arma que asoma por el otro bolsillo ya sabía que acababa de robar la tienda de comestibles. Sirenas de policía. De repente "¡Deténgase!". Yo me lanzo al suelo y él, pues no, él se queda de pie, quieto, de cara a los tres revólveres de tres policías que han aparcado sus coches, dos, encima de la acera, arrollando el puesto de flores de unos pobres inmigrantes rumanos el uno y destrozando tres bicicletas el otro. "¡Identifíquese!", grita uno de los agentes. El sospechoso se lleva una mano al bolsillo trasero de su pantalón y entonces, un disparo. Otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro... Así hasta más o menos veintisiete. No soy un experto contando disparos, además, algunos de ellos han podido ser simultáneos pero me gusta el veintisiete y tenía ganas de utilizarlo, así que veintisiete. Levanto la vista, pues de mirar no tenía muchas ganas y me había cubierto el rostro con mis brazos, y lo veo allí, tirado a tres metros de donde yo me encuentro, envuelto en un charco de sangre. Suficientemente cerca como para percatarme de que a medio metro de su mano derecha, en el suelo, está la que yo definiría como la cartera del sospechoso con la que pretendía identificarse. Suficientemente cerca como para percatarme de que el arma que había visto en su bolsillo es de color amarillo, rojo y azul, y probablemente dispare agua. Me toman declaración, "En cuanto les oí me tiré al suelo y no vi nada.", y me voy.
Entro en un bar oscuro. Hay bares oscuros y claros también. Éste es oscuro. ¨¡Tres rones y una Coca-Cola!", mientras chasqueo los dedos, establezco contacto visual con un tipo calvo y con bigote que a juzgar por su aspecto es el dueño del local y señalo una mesa junto a la máquina de tabaco. Compro tabaco. No fumo, pero me gusta comprar tabaco. Además, esto es un cuento y los cigarros que me fume en el cuento ni matan (¿y si te ato de pies y manos y te introduzco cincuenta cigarros en la boca?), ni son adictivos (en la puerta de un colegio), ni causan enfermedades cardíacas (nunca he estado enamorado), ni son la causa del ochenta y cinco por ciento de las muertes por cáncer de pulmón (murió atropellado por un camión cuando iba camino del neumólogo), ni son nocivos para mi bebé (¿mi? ¿bebé?), ni perjudican a las personas que me rodean (hace dos meses que no me lavo). Los rones no me duran ni diez minutos. Me saco el sobre del bolsillo y lo pongo sobre la mesa.
¿Quieren que les diga algo gracioso? "¡Está vacío!", a lo que el calvo y con bigote reacciona sirviéndome otro ron. El sobre esta vacío. Lo volteo esperando descubrir algo pero de su interior no cae nada. O sea, toda la vida esperando una señal y ahora que por fin parecía haberla encontrado, nada. Me bebo el cuarto ron a palo seco. Sonrío resignado.
No hay nada, así que mejor dejas de leer este sinsentido y vuelves a tus quehaceres que seguro que son muchos y muy variados. Vaya manera de perder el tiempo, tanto el tuyo como el mío. ¿Qué esperabas? ¿Un final feliz? ¿Un giro argumental? O mejor, que todo hubiera sido una alucinación y que junto al libro, sobre mi escritorio, hubiera habido un cenicero con un todavía humeante elefante de color rosa. Bueno, quizás lo había y se me olvidó decirlo pero, ¿a quién le importa ya? Me paso la vida esperando algo que nunca va a pasar y mientras tanto lo que pasa es la vida a mi alrededor. ¿Todavía sigues ahí? Aquí está ya todo el pescado vendido. ¡Apaga este trasto! ¡Desconéctate! ¡Vete al campo! ¿Qué se yo? Llama a un amigo... si todavía tienes alguno. Yo no estoy seguro de tenerlos. Recuerdo que los tuve, pero eso fue hace mucho tiempo... quizás no tanto. Ya estoy contándote mi vida... Pues eso, lo que te estaba diciendo...
¡Aaaaa... diós!
Un yogurt de limón junto a mi portátil. Una cuchara junto a él con todavía restos que manchan la superficie de cristal de mi escritorio. Mis gafas. Unas de ellas, tengo varias, de diferentes colores. Según como me sienta ese día uso unas u otras. ¿Nunca os habéis sentido naranja? Os lo recomiendo, es una mezcla entre sentirse rojo y amarillo, lo mejor de ambos en uno sólo. Un libro de cuyo título no quiero acordarme... No quiero porque soy incapaz de ello, lo comencé hace ya algún tiempo, mucho tiempo y desde aquí soy incapaz de leer el título. Si sólo fuera uno... Un bolígrafo y unos cuatos folios llenos de fórmulas matemáticas. No me voy a entretener en esto. Un flexo. Dos fluorescentes. Uno de ellos fundido des del primer día. Mañana lo cambio. En mi mano derecha, una navaja suiza que me regaló el señor Arntonio. Nadie me había regalado una navaja suiza nunca antes. Me hizo mucha ilusión recibirla, aunque si soy sincero, nunca la he utilizado. ¿Nunca? Nunca hasta hoy. Si sólo fuera la navaja. Mi armario está lleno de cosas que no han sido estrenadas. Mi armario, mis cajones, mis estanterías... He viajado alrededor del mundo con esa navaja y por algún motivo, en los aeropuertos, siempre ha pasado desapercibida. Ni siquiera el hombre del guante de látex fue capaz de encontrarla. Veo mi ojo derecho reflejado en su hoja. Marrón.
A través de la ventana veo como el cartero deja algo en el buzón. Hoy he revisado mi correo electrónico treinta y siete veces. Son las doce y cuarenta y ocho y llevo aquí sentado desde las nueve en punto de esta fría mañana de diciembre. Esto es, muy aproximadamente, una vez cada seis minutos y diez segundos. Lo reviso una vez más. Nada. En toda la mañana, dos forwards de dos personas que dicen ser mis amigos y de los que no sé nada desde hace algún tiempo, mucho tiempo. Me repito, lo sé. Yo tampoco les escribo, pero por lo menos no les mando forwards diciéndoles cuánto les quiero y que me gustaría que yo fuera una de las doscientas diciséis personas a las que ellos deben reenviar el susodicho para que no se rompa la cadena y todos seamos felices y comamos perdices. Además, soy vegetariano. Espero un correo electrónico que ha de cambiar mi día, mi mes, mi año... Un correo electrónico que ha de cambiar mi vida. Hace tiempo que no recibo una carta. Miento, recibo un montón. Todas las compañías de seguros del pais me han escrito una. Todos los bancos. Incluso Victoria's Secret me escribe regularmente. ¿Me daría tiempo a ir treinta y siete veces al buzón y volver, en tres horas y cuarenta y ocho minutos?
Visto unos pantalónes de pijama azul celeste y una camiseta de tirantes negra. Me calzo mis zapatillas deportivas sin calcetines y me abrigo con una chaqueta de chándal roja y blanca. Abro la puerta de mi habitación y salgo corriendo hacia el buzón. Alcanzo el buzón y lo abro y me dispongo a dar media vuelta pero entre el montón de dinero desperdiciado en forma de papel, un sobre llama mi atención. Mi nombre manuscrito en él. Mi reto personal, al limbo. Todo se detiene a mi alrededor. No hay nadie en la calle, por lo que resulta sencillo imaginarse que el tiempo se ha detenido en ese preciso instante. Además, pese al frío, el cielo está despejado y no hay señales del fuerte viento que no dejó de llamar a mi puerta durante toda la noche. Nada. Sólo yo y el sobre cerrado color sepia y mi nombre manuscrito con una caligrafía excelente. Las letras son de color rojo y no tiene faltas de ortografía, lo que hubiera destrozado la magia del momento.
De repente todo cambia. Un perro comienza a ladrar. Dos gatos cruzan la calle. Varios niños se bajan de un autobús que acaba de detenerse. Sus risas inundan el vecindario. Dos mujeres salen de una vivienda hablando de los regalos que pretenden hacerle a sus maridos esta Navidad. Mujer A: una máscara de Darth Vader. Mujer B: los diez últimos números especiales de bañadores de la revista Sports Illustrated. Un coche dobla la esquina a gran velocidad. A gran velocidad siempre y cuando uno la compare con el libro de seguridad vial que descansa en el segundo cajón de la derecha de mi escritorio. En ese momento un balón de fútbol cruza la calle sin mirar. Todo el mundo sabe que un balón de fútbol nunca emprende un viaje solo. El coche no va a tener tiempo de frenar. El niño no va a tener tiempo de frenar. Pienso, luego existo, y luego corro como nunca antes a su encuentro, y lo cojo por la cintura, y el conductor del mustang rojo de vete a saber cuando porque sacan uno cada año gira bruscamente el volante de su vehículo, y yo salto en dirección contraria, y el coche es propulsado hacia arriba tras impactar las ruedas delanteras con el bordillo y reventarse, y el niño, la carta y yo caemos en el jardín de mi vecino, y el coche se incrusta en mi casa, y el coche explota, y mi casa explota, y un trozo de mi tejado cae justo a nuestro lado.
"Gracias", balbucea el joven. "¡Qué te jodan!", digo yo. Podría haber sido más agradable, pero no me ha apetecido. Al fin y al cabo, acabo de salvarle la vida y eso me permite decirle lo que me de la real gana. Mi casa, destrozada. Mi coche, un dólar más caro que el de mi vecino A, que a su vez era un dolar más caro que el de su vecino B y así sucesivamente hasta el enésimo abecedario donde n tiende a infinito, pues ese coche, destrozado también. Desde aquí puedo ver mi barbacoa y está intacta. Seguiré siendo la envidia de mi vecindario. No tengo ganas de lidiar con la policía así que me meto la carta en el bolsillo de mi chaqueta y comienzo a correr. Hacía tiempo que no corría. Me siento bien. No sabía que pudiera correr tan rápido. Debe ser la marca de mis zapatillas. Ya sabía yo que pagar cinco veces su precio tendría su recompensa y no, no podía ser simplemente la cara de perros rabiosos de mis amigos.
Sigo corriendo. A mi izquierda y arriba veo con asombro una barra de color azul que se mueve a la misma velocidad que yo. A mi derecha y arriba veo mi cara, mi cara y mi cara, o sea, tres caras, por si acaso alguien no sabe sumar. A mi derecha y abajo veo un ciento diecisiete, ciento dieciséis, ciento quince, ciento catorce, ciento trece... A mi izquierda y abajo veo un revólver... El mismo revólver que luzco en mi mano derecha. Sigo corriendo. Algo me pellizca el culo y la barra de color azul pasa a ser media barra de color azul. Otro pellizco. Oscuridad. Me levanto, nada ha cambiado y sigo corriendo. La carta sigue en mi bolsillo. Un cambio, una cara menos, ahora son dos. Comienzo a disparar a todo lo que se mueve frente a mí. Nunca antes había sostenido un arma. No lo hago mal. Me agacho, espero a que mi enemigo descargue su arma, me levanto y acabo con él. Salto sobre un coche y desde allí fusilo a su conductor. Por alguna extraña razón llego a la conclusión de que yo soy el bueno y de que todo los demás son los malos. Sigo corriendo. Lo único que me importa es llegar a un sitio tranquilo donde poder abrir la carta.
Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica!". Sigo corriendo.
Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica!". Sigo corriendo.
Pause. Save. Done. Me giro y digo "¡Marica, confía un poco más en mí... en ti!". Sigo corriendo.
Estoy lleno de sangre, mía y extraña. De vez en cuando me hieren, pero nunca de gravedad. Además, hace un rato encontré una frasco opaco y lo he abierto encontrando en su interior diez pastillas. Cada vez que ingiero una, la dichosa barra azul aumenta y eso creo que es bueno. Me atropella un autobús...
He llegado al centro y sigo corriendo. Ni rastro ni de la barra, ni de las caras, ni de la pistola, ni de los números. La puerta de una tienda de comestibles se abre a mi paso y de ella sale un tipo con tanta prisa como yo. Espero, por lo menos, que él sepa a donde va, porque yo sigo sin tener ni idea. ¿Lo sabes tú? Botas negras con punta de hierro, pantalón negro de cuero, cinturón marrón de piel agrietado, camiseta negra rota con un garabato ininteligible en el pecho, melena rubia al viento, barba de una semana. Antes de ver como introduce un fajo de billetes en uno de los bolsillos de su pantalón y el arma que asoma por el otro bolsillo ya sabía que acababa de robar la tienda de comestibles. Sirenas de policía. De repente "¡Deténgase!". Yo me lanzo al suelo y él, pues no, él se queda de pie, quieto, de cara a los tres revólveres de tres policías que han aparcado sus coches, dos, encima de la acera, arrollando el puesto de flores de unos pobres inmigrantes rumanos el uno y destrozando tres bicicletas el otro. "¡Identifíquese!", grita uno de los agentes. El sospechoso se lleva una mano al bolsillo trasero de su pantalón y entonces, un disparo. Otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro, otro... Así hasta más o menos veintisiete. No soy un experto contando disparos, además, algunos de ellos han podido ser simultáneos pero me gusta el veintisiete y tenía ganas de utilizarlo, así que veintisiete. Levanto la vista, pues de mirar no tenía muchas ganas y me había cubierto el rostro con mis brazos, y lo veo allí, tirado a tres metros de donde yo me encuentro, envuelto en un charco de sangre. Suficientemente cerca como para percatarme de que a medio metro de su mano derecha, en el suelo, está la que yo definiría como la cartera del sospechoso con la que pretendía identificarse. Suficientemente cerca como para percatarme de que el arma que había visto en su bolsillo es de color amarillo, rojo y azul, y probablemente dispare agua. Me toman declaración, "En cuanto les oí me tiré al suelo y no vi nada.", y me voy.
Entro en un bar oscuro. Hay bares oscuros y claros también. Éste es oscuro. ¨¡Tres rones y una Coca-Cola!", mientras chasqueo los dedos, establezco contacto visual con un tipo calvo y con bigote que a juzgar por su aspecto es el dueño del local y señalo una mesa junto a la máquina de tabaco. Compro tabaco. No fumo, pero me gusta comprar tabaco. Además, esto es un cuento y los cigarros que me fume en el cuento ni matan (¿y si te ato de pies y manos y te introduzco cincuenta cigarros en la boca?), ni son adictivos (en la puerta de un colegio), ni causan enfermedades cardíacas (nunca he estado enamorado), ni son la causa del ochenta y cinco por ciento de las muertes por cáncer de pulmón (murió atropellado por un camión cuando iba camino del neumólogo), ni son nocivos para mi bebé (¿mi? ¿bebé?), ni perjudican a las personas que me rodean (hace dos meses que no me lavo). Los rones no me duran ni diez minutos. Me saco el sobre del bolsillo y lo pongo sobre la mesa.
¿Quieren que les diga algo gracioso? "¡Está vacío!", a lo que el calvo y con bigote reacciona sirviéndome otro ron. El sobre esta vacío. Lo volteo esperando descubrir algo pero de su interior no cae nada. O sea, toda la vida esperando una señal y ahora que por fin parecía haberla encontrado, nada. Me bebo el cuarto ron a palo seco. Sonrío resignado.
No hay nada, así que mejor dejas de leer este sinsentido y vuelves a tus quehaceres que seguro que son muchos y muy variados. Vaya manera de perder el tiempo, tanto el tuyo como el mío. ¿Qué esperabas? ¿Un final feliz? ¿Un giro argumental? O mejor, que todo hubiera sido una alucinación y que junto al libro, sobre mi escritorio, hubiera habido un cenicero con un todavía humeante elefante de color rosa. Bueno, quizás lo había y se me olvidó decirlo pero, ¿a quién le importa ya? Me paso la vida esperando algo que nunca va a pasar y mientras tanto lo que pasa es la vida a mi alrededor. ¿Todavía sigues ahí? Aquí está ya todo el pescado vendido. ¡Apaga este trasto! ¡Desconéctate! ¡Vete al campo! ¿Qué se yo? Llama a un amigo... si todavía tienes alguno. Yo no estoy seguro de tenerlos. Recuerdo que los tuve, pero eso fue hace mucho tiempo... quizás no tanto. Ya estoy contándote mi vida... Pues eso, lo que te estaba diciendo...
¡Aaaaa... diós!
4 comments:
puto marica,
the plot is somewhat salvegable but i just hate the way you write!!
It sucks!! S.U.C.K.S. understand?
comprendos?
I was reading this "thing" some 3-year old wrote on toilet paper and it was by far superior to this... this crap.
I am at loss for words... you`ll have more luck writing something good if you were to clean your lower chakra with the paper.
p.s. you`re getting sued-the foto is copyright... guey!!!
jajajaja buenisimo, especialmente el final, te deja tan estupefacto que por eso se enojo el pinche mairo yogui de arriba. Yo tambien senti que me succiono como dos litros de karma que ahora tendre que recuperar de algun modo. Ah ver, si, aqui esta mi cuchillo, donde estara el directorio telefonico?
Hay muchas cartas que uno quiere escribir pero pocos pensamientos consiguen llegar en "negro-azul" a un papel blanco. Pocas cartas se llegan a enviar para tocar la mano de su "destinatario"...
mmm... Se que nada de lo que yo diga cambiara como tu ves tu abstracta obra de arte. No creo que sea buena, pero eso no te importa ni a ti ni a mí. Me parecen unos trazos muy libres. Me gusta, te veo reflejada en ella y todavía me gusta más.
27.
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