24.12.07

Ocaso

Se levanta semidesnuda dejándolo solo en el otrora nido de un amor que creyeron eterno. Con lágrimas en los ojos camina abatida hacia un rincón de la habitación. Allí, sobre una mesita de noche, residen los recuerdos del alba. Una tras otra, sin dejarse seducir por un mi sostenido, esconde las fotografías en un cajón, lejos del alacance de sus ojos, pero no de su corazón. Cuando regresa a la cama, deja tras de sí un rastro de marcos mancos de recuerdos. Él la abraza. Ella se deja abrazar, resignada.

- Es culpa mía, ¿verdad?

- No, no lo es.

- No puedo creer que me estés haciendo esto. Soy una idiota por pensar por una vez que existían los parasiempres.

- No digas eso.

- Estoy muy triste.

Se levanta de nuevo. Él le sujeta una mano que se desliza irremediablemente lejos de su alcance. Camina sin rumbo aparente de un lado a otro de la habitación. Un osito de peluche, los pantalones de un pijama, una camiseta de tirantes, un cepillo de dientes, un proyecto a medias. Los amontona sin cuidado sobre una silla derretida antes de esconderse de nuevo bajo las pesadas sábanas.

- Me parece que eso es todo.

Él agacha la cabeza. Quiere llorar pero le resulta imposible. Se reúne con ella en la penumbra y la busca. Se encuentran y se miran como nunca más volverían a mirarse. Se miran, se ven, se besan. La tristeza se torna inocente deseo. El tacto analgésico de sus cuerpos los traslada a una dimensión efímera de ilusoria esperanza. Lágrimas secas los devuelven a una realidad sin piel.

- Me gustaría morir mientras duermo.

- No digas eso.

- Tengo que ir a trabajar.

- ¿Quieres que te deje el coche? Lo tengo aparcado en la puerta de mi casa.

Se visten y caminan juntos a su casa bajo un sol pálido, avergonzado. Él abre la puerta y busca las llaves en el cajón de su escritorio. Ella, sorteando la mirada de los rincones, camina cabizbaja hacia la cómoda. Abre el segundo cajón, el suyo, y vacía su contenido en una mochila. Él la observa ahogado.

- Las llaves.

- Hasta luego.

La observa mientras desaparece envuelta en ojalata circunstancial.

Aún se verían una vez más antes de resignarse a abandonar el cielo de los que descienden. ¿Y después? Después el silencio, después el maldito silencio, y lágrimas, entoces sí, lágrimas.

1 comment:

Martuki said...

... y otra vez me encuentro abrazada a mi soledad, deseando que un trozo de papel se la lleve (o unas lágrimas la aplaquen, en este caso). Pero como se la va a llevar si la sigo escribiendo cada dia?...