6.2.05

El Ombligo II

- Venga, chaval, no tenemos todo el día, quítate la camiseta y salta a la piscina.

Seguía sin decidirme a hacerlo. De alguna manera sabía lo que aquello supondría. Todos mis compañeros de quinto grado me miraban incisivamente, mi nerviosismo no era indiferente a sus curiosos ojos, esperaban que sucediera algo... y sucedió.

Hay ombligos hacia adentro y ombligos hacia afuera. Ombligos que se esconden y ombligos que se anuncian. Hay ombligos en los que uno pasaría la noche. Ombligos que coronan una eminente felicidad y ombligos ocultos bajo una felicidad excesiva. Ombligos que huyen hacia abajo y ombligos que huyen hacia arriba. Blancos, negros, rojos, amarillos, de todos los colores. Hay también ombligos que gustan de vestir sus mejores galas. Ombligos que forman parte de obras de arte. Los hay descuidados. Ombligos que enamoran, ombligos que apasionan. Hay ombligos que no gusta mirar, molestos. Algunos fueron testigos de un milagro, otros lo serán. Hay ombligos que hipnotizan. Los hay tímidos, que se ruborizan. Alegres, tristes. Los hay que ansías ver. Hay ombligos que nunca viste... y nunca verás.

Mis compañeros, tras unos segundos de perplejidad, comenzaron a reírse de mí con maldad. Me señalaban con el dedo a la vez que no dejaban de soltar conjuros hirientes hacia mi persona. Yo no pude evitarlo y rompí a llorar a la vez que arranqué a correr hacia el vestuario haciendo caso omiso de los gritos de mi profesor.

Aquel incidente marcó la infancia de un niño de diez años, marcó mi infancia y mi posterior adolescencia. Aquello me hizo fuerte de algún modo, creó una barrera con el mundo que me observa, con el mundo que yo observo. Hoy todo tiene sentido, hoy soy yo el que se ríe, hoy sé porqué no tengo ombligo.

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