Sombras
A los que no las ven
En una ocasión me pasó un caso. Había estado cenando con un amigo en un restaurante chino del noroeste de la ciudad. Muy bueno, por cierto, el restaurante. Y muy bonito, rodeado por un lago lleno de lagartos a los que no debíamos alimentar. Los dos fuimos en bicicleta. Una vez nuestros enormes estómagos estuvieron satisfechos nos acercamos a Maude's a escuchar Jazz y beber cerveza. El concierto fue mediocre en líneas generales aunque el batería, hijo de un primo de un antiguo amigo de uno de mis compañeros de trabajo, resultó ser extraordinario. Allí nos encontramos con tres amigas que nos entretuvieron más de la cuenta. De vuelta a casa a mi amigo se le pinchó la rueda delantera de su nueva bicicleta. Era ya tarde y no había manera de arreglar lo sucedido. Caminamos un poco y lo dejé a poco menos de un quilómetro de su casa. A partir de ahí él siguió andando y yo seguí pedaleando. Todavía me quedaba más de media hora de ejercicio hasta alcanzar mi destino. En esas, se me pinchó la rueda trasera de la bicleta a mí también. Menuda suerte la nuestra. No tuve más remedio que seguir caminando. Por suerte andaba por la interminable University Avenue en lugar de por la oscuridad de la Veinte. La avenida está llena de farolas cuyo brillo es de un tono parecido al de los semáforos cuando no están ni en rojo ni en verde. Hacía mucho frío y, evidentemente, no había nadie por allí, ¿quién iba a querer pasear a esas horas de la madrugada? Hubiera sido más sencillo meter una de mis zapatillas en una jaula y esperar que cantara. No me gusta frotar los bajos de los pantalones, como tampoco me gusta remangármelos, motivos suficientes para ir siempre en pantalones cortos a pesar del frío. No pasó tampoco ningún coche. Miento, sí pasaron un par, pero a la velocidad a la que lo hicieron dudo mucho que alcanzaran a verme. No había andado ni doscientos metros cuando un cielo opaco me obsequió con un intenso diluvio que duró lo que tirar de la cadena del inodoro y volverse a llenar la cisterna. Empapado, seguí mi camino bajo la ténue luz ámbar de las farolas. Después de un intenso día de trabajo aderezado con una ajetreada agenda social nocturna no era muy optimista en cuanto al tiempo que iba a estar caminando cabizbajo. Aparecío. Y a partir de entonces apareció y desapareció una y otra vez... Y otra... Y otra...
En una ocasión me pasó un caso. Había estado cenando con un amigo en un restaurante chino del noroeste de la ciudad. Muy bueno, por cierto, el restaurante. Y muy bonito, rodeado por un lago lleno de lagartos a los que no debíamos alimentar. Los dos fuimos en bicicleta. Una vez nuestros enormes estómagos estuvieron satisfechos nos acercamos a Maude's a escuchar Jazz y beber cerveza. El concierto fue mediocre en líneas generales aunque el batería, hijo de un primo de un antiguo amigo de uno de mis compañeros de trabajo, resultó ser extraordinario. Allí nos encontramos con tres amigas que nos entretuvieron más de la cuenta. De vuelta a casa a mi amigo se le pinchó la rueda delantera de su nueva bicicleta. Era ya tarde y no había manera de arreglar lo sucedido. Caminamos un poco y lo dejé a poco menos de un quilómetro de su casa. A partir de ahí él siguió andando y yo seguí pedaleando. Todavía me quedaba más de media hora de ejercicio hasta alcanzar mi destino. En esas, se me pinchó la rueda trasera de la bicleta a mí también. Menuda suerte la nuestra. No tuve más remedio que seguir caminando. Por suerte andaba por la interminable University Avenue en lugar de por la oscuridad de la Veinte. La avenida está llena de farolas cuyo brillo es de un tono parecido al de los semáforos cuando no están ni en rojo ni en verde. Hacía mucho frío y, evidentemente, no había nadie por allí, ¿quién iba a querer pasear a esas horas de la madrugada? Hubiera sido más sencillo meter una de mis zapatillas en una jaula y esperar que cantara. No me gusta frotar los bajos de los pantalones, como tampoco me gusta remangármelos, motivos suficientes para ir siempre en pantalones cortos a pesar del frío. No pasó tampoco ningún coche. Miento, sí pasaron un par, pero a la velocidad a la que lo hicieron dudo mucho que alcanzaran a verme. No había andado ni doscientos metros cuando un cielo opaco me obsequió con un intenso diluvio que duró lo que tirar de la cadena del inodoro y volverse a llenar la cisterna. Empapado, seguí mi camino bajo la ténue luz ámbar de las farolas. Después de un intenso día de trabajo aderezado con una ajetreada agenda social nocturna no era muy optimista en cuanto al tiempo que iba a estar caminando cabizbajo. Aparecío. Y a partir de entonces apareció y desapareció una y otra vez... Y otra... Y otra...
- ¿Qué miras?
- ¿Cómo que qué miro? ¿Quién eres tú y porque me estás hablando?
- ¿Cómo que quién soy? Es evidente, ¿no?
- Esto no puede ser verdad.
- Estoy acostumbrado a que no crean en mí, no te preocupes. Tu indiferencia no hiere mis sentimientos.
- ¿Pero de qué sentimientos me hablas?
- De los míos, pero no te preocupes por ellos. Me ha ido bien hasta ahora y me seguirá igual de bien.
- ¿Y por qué te veo ahora? ¿Acaso no llevas conmigo toda mi vida?
- Sí, pero te has limitado a mirarme. Es lo que ha habido hasta ahora, miradas, pero mirar no se traduce necesariamente en ver.
- ¿Pero qué me estás contando? ¡Debo estar soñando! No, no lo estoy. Si no, no habría notado el pellizco que acabo de hacerme.
- ¿Eso me lo dices a mí o estás hablando solo? Lo he visto, no hace falta que me lo digas.
- A ver, tú no puedes estar ahí hablando conmigo. Otra noche quizás, pero no hoy. Hoy, ni bebí, ni fumé, ni nada. Bueno, una cerveza en Maude's y no más. ¿Me meterían algo?
- Mira, no te molesto si no quieres, llevo toda la vida sin decir nada, no pasa nada, puedo seguir así.
- No te enojes, entiende que esto es algo extraordinario. Además, ¡menuda noche!
- Ya vi, ya, no hace falta que me cuentes. Te acompaño siempre.
- Y, ¿por qué no te has dirigido a mi antes?
- Nunca antes me viste.
- ¿Cómo que no te vi? ¡Sí te vi!
- Lo que tú digas, pero no lo hiciste. Mirarme sí me miras, pero no me ves.
- ¿Cómo estás? ¡Yo qué sé! ¿Que se le pregunta a alguien como tú?
- No preguntes nada sino quieres. Tampoco sé más que tú. Llevo contigo toda la vida.
- Esto no puede estar pasando.
- Deja de negar mi existencia, ¿no? Es evidente que estoy aquí contigo.
(...)
- Ya he, perdón, hemos llegado. Estoy muerto. Creo que renunciaré a mi te nocturno diario y me iré directamente a la cama.
- Me parece bien.
- Ha sido un verdadero placer hablar contigo, aunque todavía no me lo puedo creer.
- Lo mismo digo. Lo mismo en cuanto a hablar contigo quiero decir. Yo no tengo ninguna duda con respecto a mi existencia.
- ¿Nos veremos mañana entonces? Me siento estúpido preguntándote esto, pero me he sentido muy bien junto a ti.
- No, no nos veremos mañana. Quizás me busques, sí, pero mañana volverás a no encontrarme.
- ¡Sí lo haré! Ahora sé que estás ahí.
- ¿Seguro que lo sabes? No te preocupes, no te sientas culpable si no me ves. Llevo aquí toda la vida, queriéndote, y nunca me ha importado que no me hicieras caso. Este paseo es el mejor regalo que me podías hacer. Poco me importará que se acabe. Seguiré aquí y, ¿quién sabe? Quizás si me buscas algún día nos volvamos a encontrar. Incluso si no me buscas podría ocurrir.
- ¡Mañana!
- Me temo que mañana sí que no, pero me alegra que me lo digas. En el peor de los casos podrías haber decidido que no existo. ¡Incluso después de compartir conmigo unos minutos! Mucha gente pensará que estás loco si les explicas esto. Y eso, a veces, afecta a las personas. Eso no me hubiera alegrado, pero, ¡qué le vamos a hacer! La vida, aunque suene a tópico, es así.
- Te voy a echar de menos.
- Hace una hora no sabías que existía. Y aún tienes tus dudas.
- Tienes razón, me siento extraño, pero sé que te voy a echar de menos. Me has caído bien, mucho.
Cuando encendí la luz del recibidor desapareció. Dejé las llaves encima de un mueble horroroso que me había regalado una hermana de mi madre y me fui directamente a mi habitación. Me desnudé, la ropa todavía estaba húmeda, y me metí en la cama de matrimonio en la que un día sí y otro también no me hacían compañía más que las sábanas. Mientras me dormía me sorprendí riéndome en un par de ocasiones. No recuerdo haber sido nunca tan feliz. Antes de aquella noche, el día más feliz que recuerdo, es el de la noche de la Séptima y no fui ni la mitad de feliz.
Al día siguiente la busqué a todas horas, pero no la encontré. Eso sí, mi bicicleta seguía con la rueda trasera pinchada y yo con un resfriado de caballo...
¡ACHÚS!
Al día siguiente la busqué a todas horas, pero no la encontré. Eso sí, mi bicicleta seguía con la rueda trasera pinchada y yo con un resfriado de caballo...
¡ACHÚS!
1 comment:
....pienso en la soledad de nuestra sombra.... si aveces nos sentimos solos acompañados, como se sentira ella que ni la vemos ?? Y me viene a la mente, quiza nuestro corazon si que vea a nuestra sombra?? quiza ellos realmente sepan quien somos?? quizas tengan conversaciones febriles también...
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