Piruletas
Me llamó la atención un banco retorcido. Un banco donde acomodarse resultaba imposible. Imposible desde este lado del escaparate. Al otro lado una espaciosa tienda de muebles. Paredes blancas desnudas. Techo negro. Apenas unas cuantas piezas por las que nadie hubiera pagado los desorbitados precios que escondían sin disimulo. Una silla invertida, un armario tumbado, un sofá espiral. De repente, la urgencia me empujó hacia adentro. Sentado tras media mesa rosa un hombre vestido de negro respondió indicando con su índice el camino a seguir a mi mueca de apremio. Cabello níveo a pesar de su aspecto jovial. Piel tostada artificialmente. Barba deliberadamente asimétrica.
Evacué contra una cascada de sombras multicolor. Me miré en un espejo que me devolvió mi imagen mirándome en un espejo.
- No hay mucho trabajo estos días.
Esas fueron sus palabras mientras erguido se dirigía a un immaculado taller, visible desde donde me encontraba, al encuentro de alguien y se despedía con una reverencia de mí, intruso libre ya de urgencia. Abandoné la tienda, sin más.
- Eres tan enigmático, y único, como las piezas que aquí fabricamos. Inútil, también, quizás. Me gustas, aunque no te preocupes, ya no ejerzo.
Sus palabras no me incomodaron. No era la primera vez que un hombre se sentía atraído por mí.
- ¿Estás seguro de que quieres trabajar aquí?
- Sí, lo estoy.
- Aquí las cosas no tienen sentido.
Poco tenía que ver yo con Salvador, ese era su nombre. Poco también con Luis, su asociado. Una cosa nos unía, eso sí. La fe en Sawoei y las piruletas de colores.
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